14.2.16

Moscas de invierno













Cuando leí El trampero, de Vardis Fisher, me debatía entre aquella hermosa primera parte, llena de naturaleza virgen, aguas bravas y costumbres robinsonianas, y la truculenta segunda parte, donde se trasparentaba la sonrisa de americano violento, sediento de litros de sangre, racista y de un egoísmo patológico, como es, en el fondo, la cultura norteamericana. Sidney Pollack utilizó muy bien aquella primera parte en Las aventuras de Jeremías Johnson, que tanto se ha citado para hablar de El renacido, y con razón. Robert Redford era un trampero sin las obsesiones sanguinolentas de Sam Mynard, el protagonista del libro. Era un buen hombre sometido a la crueldad del monte, los indios tenían dignidad y hacía sol por las mañanas. El resultado es que Las aventuras de Jeremías Johnson no es tan sádica como la novela de Vardis Fisher pero resulta mucho más emotiva. Robert Redford supo llenar de humanidad creíble una aventura por el límite de la resistencia. Pollack confió en la naturaleza tal como era, sin filtros de luz.
Iñárritu, con El renacido, ha usado más bien la segunda parte de El trampero y abusado generosamente de ella, por más que los créditos digan que está basada en la novela de un tal Michael Punke. Es posible, aunque en ese caso habría que ver la lista de episodios que Punke ha copiado de Fisher, me temo que unos cuantos. Da igual. El resultado dice mucho de cómo ha cambiado el cine entre aquella película de Sidney Pollack y esta de González Iñárritu, de 1972 a 2015.
Y la diferencia es de emoción y de medios. En la de Pollack da la sensación de que retrataron el invierno sin efectos especiales, y en la de Iñárritu que todo es producto de un último modelo de recreación virtual. En aquella cantaban los pájaros y había una naturaleza esplendorosa, razón por la cual la posterior crudeza del invierno resultaba tan verosímil como emocionante. En la de Iñárritu todo se lo come la cámara, más bien lamparoscopia, que se mueve como una mosca entre los personajes y tiende a posarse en las heridas y en las tripas humeantes de hombres y caballos. La luz es tétrica, con ese toque fade que ahora está tan de moda en las películas violentas y en los videojuegos. Los paisajes son buenas fotografías. Buenas e irrelevantes fotografías. La cámara hipertrofia la suntuosidad de aquellos valles rocosos, yo creo si se hubiese estado más quieta nos habría llegado más adentro. Pero todo es del color morado de los que se mueren de frío, los labios y el cielo y los caballos y el agua del río. Y todo es colosalmente inverosímil. 
El otro día lo decía Savater a propósito de una especie de remake de Moby Dick, que yo no he visto. Él decía que la nueva ballena era un prodigio de fidelidad, y que comparada con ella la de Gregory Peck era una carroza de cartón, pero que ese mar acartonado en blanco y negro transmitía mucha más emoción que los sofisticados efectos especiales de la superproducción recién estrenada. Aquí pasa un poco lo mismo. El naturalismo tiene el límite de la verdad, de la realidad, y cuando lo fuerzas corres el riesgo de resultar cómico en vez de trágico, por muchos dedos que cortes de cuajo con un hacha encima de la nieve y por muchos flechazos que sorprenden al público como los ilusionistas de las ferias, no tanto por la belleza del truco como por la curiosidad de saber en qué consiste. Vemos a un oso pegando unos zarpazos que serían más que suficiente para arrancarle la cabeza al protagonista y disfrutamos (es un decir) tratando de averiguar qué dos planos han superpuesto para conseguir el efecto y tal y cual, pero tenemos ganas de que largue el oso, y no por afecto a DiCaprio, al que deja hecho un colador, sino porque los alardes cansan, y rara vez convencen. 
Y en el fondo estoy contento de que eso sea así. A veces nos pensamos que la técnica puede mejorarlo todo, cuando lo único que hace es falsearlo. No necesitábamos ver brotar la sangre de la herida. La lupa miente, solo la distancia emociona. Pero a la gente le gusta este tipo de cosas, confunde realidad con casquería, y el invierno con el infierno. Si además se le añaden las insoportables escenas oníricas (insoportables en cualquier película de cualquier género, tediosas y ridículas sin excepción, aunque las haga Malik), el resultado es de una pretenciosidad enteca, hierática, amortajada de técnica, de filtros, de empalmes y de fotoshop. Y aun así cometen un par de errores de script: uno —creo— cuando sale del caballo (otra escena tomada de Vardis Fisher, continuación del episodio más increíble y cómico de toda la película); y otro en un cambio de paisaje imposible, como si hubieran saltado de Canadá a la Patagonia en un abrir y cerrar de plano. Son esos detalles que obligan a desconfiar de una máquina de precisión más pensada para exhibir destrezas técnicas que para contar una buena historia. 
  Porque la historia que aquí se cuenta es francamente vulgar. No hay nadie que cambie el gesto al hablar, entre otras razones porque el único que habla es el malo, y es tan malo que con su muerte no sentimos ni tan siquiera alivio, ese infantil sentido de la justicia que nos hace respirar. En la última escena, DiCaprio, después de una epopeya tan grotescamente exagerada, jadea como si se le estuviera escapando la vida. Uno no quiere saber si muere o no, pero desea que se acabe. Puede prescindir de esa información y de casi todas las demás. Hace mucho tiempo que sabe que esa noche no lo van a emocionar.  

1 comentario:

  1. Anónimo10:25 a. m.

    Cargante, incluso hasta el viento suena impostado. Probablemente a Iñárritu tampoco le haya gustado el resultado, encargo para poder hacer cosas más personales, eso quiero creer :)

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