Antes de ver en el Thyssen la exposición Realistas de Madrid me he sentado un
rato a leer El Jarama. El otro día
entrevistaron a Antonio López, el gran reclamo de la exposición, y dijo que en
aquella época, años 50, cuando se formó en la facultad de Bellas Artes de
Madrid este grupo de amigos realistas, hubo un libro, el de Ferlosio, que causó
a todos una profunda impresión. Y tanto. El Jarama es un tesoro, una de
nuestras cumbres literarias de todos los tiempos, y está compuesto de un modo
que ayuda a explicar muchos de estos cuadros. Ferlosio combinó unos diálogos
meticulosos, plenos de frescura y de verdad, con unas descripciones en las que
dejaba correr su vena lírica, esa permanente oda al objeto cotidiano, al
paisaje del descampado, a los zapatos feos. Así, sin emitir una opinión ni
media, sin meterse en los diálogos ni en las descripciones, el libro santifica
a los personajes a fuerza de respeto y comprensión, como si siempre los
escuchase (los supiese escuchar) con la misma cara concentrada y seria con que
pinta un lavabo Antonio López. La diferencia entre una fotografía y un cuadro
de López es la que hay entre un reportaje de costumbrismo antropológico y la
maravillosa novela de Ferlosio. En El
Jarama es ese aire de objetividad clamorosa, de descripción épica que en
España yo creo que le debe bastante al 98. Lo abro por cualquier página:
Bajaba el sol. Si tenía el tamaño de una bandeja de café,
apenas unos seis o siete metros lo separaban ya del horizonte. Los altos de
paracuellos enrojecían, de cara hacia el poniente. Tierras altas, cortadas
sobre el jarama en bruscos terraplenes, que formaban quebradas, terrazas,
hendiduras, desmoronamientos, cúmulos y montones blanquecinos, en una
accidentada dispersión, sin concierto geológico, como escombreras de tierras en
cerribo, o como obras y excavaciones hechas por palas y azadas de gigantes. Bajo
el sol extendido de la tarde, que los recrudecía, no parecían debidos a las
leyes inertes de la tierra, sino a remotos caprichos de jayanes.
Esta descripción está en El
Jarama pero si digo que la he sacado de El
testimonio de Yarfoz tampoco pasaría nada. Ese tono de oda elegíaca, de
afecto y lamento simultáneos, de grandeza humilde, Soria cantada por Machado,
el pobre corral de muertos de Unamuno, los arrabales barojianos, la glorificación
de lo sencillo, el descampado lleno de
polvo y cascotes de ladrillo que exige tanto lujo verbal y tanta poesía como
los escenarios de batallas legendarias. En la novela estas descripciones son
como un contrapunto musical al fascinante detallismo del diálogo, en el que no
hay ni una sola frase que no esté llena del ser humano que la pronuncia, de los
buenos sentimientos que le impulsan a seguir o que le abastecen de resignación.
Y digo fascinante porque cada breve intervención es un acto de ascetismo
literario por parte del autor, quien, como se sabe, se entretuvo en las horas
muertas de la mili en apuntar listas de giros y frases hechas que oía en los
reclutas llegados de media España. Y así todo suena a presente, a realmente
oído, a escuchado con respeto.
Si
trasplantamos este método a los cuadros, ese engrandecimiento poético de las palanganas
está hecho con veladuras blancas, como un nimbo de humildad inmaculada, de verdad
cercana y al mismo tiempo nublada de santidad. Esto se ve mucho en el gran Antonio
López y todavía más en María Moreno, cuyos paisajes se desdibujan en una
neblina de la misma consistencia que el recuerdo. López tiende a no apartarse de la
nitidez, salvo en esa invitación a la pintura abstracta que son los horizontes planos.
Allí están algunos paisajes vallecanos para corroborarlo, y alguna de las
vistas desde la ventana, pero sobre todo dos de los mejores de la serie de
cuartos de baño, el célebre lavabo que nos emocionó hace 25 años en el Reina
Sofía, en una exposición histórica, y otro de gran formato, del 66, el mismo
cuarto de baño visto desde fuera, baño de azulejos blancos, de baldosines
hexagonales blancos, de altos techos de cal blancos, de luz blanca tras el
cristal biselado de la ventana. Pero es todo un blanco deslustrado, ocupado por
la vida y relleno por la luz algo espectral de los lavabos, es decir ocupado
por el fantasma de la vida, blanco sobre blanco,
con esa desolación tan humana de los lugares de paso. En el caso de María
Moreno, la inundación de luz lo cubre todo, no está tan recogida en el
interior del frío, sino desparramada por el cielo. Y sin embargo el efecto
también es de ascetismo bondadoso, de reivindicación de aquellos rincones
olvidados donde quedan frescas las huellas de la vida.
Lo otro,
lo que en Ferlosio es la perfección de los diálogos, en estos pintores es la entrega
a la minuciosidad en el detalle. Cada grieta del marco de la ventana es una
cicatriz de la vida real, y en cada una de ellas se afanan estos realistas con
el mismo impulso beatificador de objetos que tenía Patinir pintando espigas.
Pero
junto a este realismo nimbado del matrimonio López Moreno hay otro modo de
realismo con el mismo equilibrio entre la luz y los detalles, el de Isabel
Quintanilla, otra de las más y mejor representadas en la exposición. Y es una
grata sorpresa ver unos cuantos cuadros juntos de esta pintora. Me gusta ese
todavía desnudarlo más, esa disipación de la neblina que deja al descubierto la
misma realidad clamante. López, como cualquier otro pintor, se ampara en su
lenguaje, en su caso de lienzos manchados, rozados, ajados, y en esa veladura blanca de la
vida. Pero Quintanilla parece concentrarse únicamente en buscar la luz que hay
detrás de la capa de bondad. Y lo que hay es de una perfección hasta
optimista, la alegría de llegar al fondo de las cosas, no ese aroma de memento
mori que despiden a veces los cuadros de Antonio López, como si nos enseñase la
foto de las cosas que pondríamos en su tumba. El optimismo colorido de
Quintanilla es una forma de mirar esas mismas cosas sin condescendencia. El afecto es a
veces deferencia, el hueco entre las manos que se le hace a los gorriones, ese Conejo desollado que nos llega al alma. No está el conejo en esta exposición, pero sí unos cuantos platos de duralex.
Pero otras veces es un gesto de sumisión a lo que son las cosas y una búsqueda
obstinada en el grado exacto de luz que nos hizo amar ese espacio una vez que
lo vimos al pasar, o que de pronto entramos y tenemos sensación de tiempo
porque lo vemos y lo hemos visto, porque estamos y hemos estado. Quintanilla
busca el calor en los tonos poco mezclados, poco sofisticados, en los barnices
de bote, en las paredes de cal, en el color sin gracia del contrachapado, en tonos caramelizados de optimismo y al mismo
tiempo de honesta sumisión a esa nitidez que tienen las
cosas cuando cesa la lluvia, antes de que salga el sol. ¡Esos colores parecen
de plastilina!, decía, a mi lado, una señora muy cool. Claro que, al ver los lavabos de López, otra señora decía que
también podía haberlos limpiado un poco antes de pintarlos. La realidad es
infinita.
Hay más
formas de verlo, claro. La de Amalia Avia me resulta demasiado naïf, demasiado
pendiente de desdibujar, de navegar en lo abstracto que anida en lo real. Los
otros, también Quintanilla, son de la estirpe velazqueña, de la verdad tersa,
más entrevista, más asomada en López y en Moreno que en Quintanilla, pero igual
de interrogativa, de acariciadora, de respetuosa. La exposición se completa con
algunas esculturas, entre ellas un impresionante alcalde de Julio López, o los
niños de Francisco López, que tiene también cuadros con ventanas. Alternan los
óleos con dibujos de cuando el dibujo era casi un acto de
contrición y en las facultades enseñaban a dibujar un vaso.
No es la exposición de Antonio López y los demás, sino una muestra muy
completa en la que más de uno se dará cuenta de que el aparente acto de largueza
de Antonio López no es sino, en todo caso, de afecto y honestidad. Qué bien
leyeron todos el libro de Ferlosio, qué militancia en la dignificación de lo
insignificante, y qué vigente lo veo ahora, inundados como estamos de un
fotografismo que no tiene nada que ver con la realidad. La realidad, desde el
primer día, es sentir sin explicar, tan solo con mostrar.
Como siempre, magnífico.
ResponderEliminarViendo los cuadros de Antonio López e Isabel Quintanilla compartiendo espacio, sentía que tenía que decidirme por alguno de los dos antes de terminar el recorrido. La técnica de López me parece insuperable pero sus obras tienen una misma línea de mira, mientras que Quintanilla, más íntima, con esa sensación de tiempo que describes, invita a la reflexión, el antes y el después es casi más importante de lo que estamos viendo.
ResponderEliminarComo gatuna me ha parecido una exposición maravillosa y más con la presencia de mujeres. Creo que Víctor Erice le debe a "Después de misa" de Esperanza Parada, uno de sus planos más imborrables de "El Sur".
Carolina
Sin palabras
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