8.4.16

Los gozos y los prejuicios



Hay prejuicios de todas clases, pero algunos no son eternos. De
Los gozos y las sombras me han separado unos cuantos. La primera y única vez que la empecé, detuve la lectura en la página 231, todavía está la punta doblada. Es una edición de Alianza de mayo de 1982. En marzo se había estrenado la versión televisiva, y a partir de entonces la editorial tiró una edición al mes. Recuerdo la convulsión que significó aquella serie. El país ya llevaba unos cuantos años de destape, pero por muchas mujeres en porrión que saliesen en el Interviú, el icono erótico de aquella época fue Charo López y la pata de la cama. Tanto que ella misma se prodigó luego en Interviú menos vestida que en la serie, pero en ambientes de pajares y así que recordaban la aldea de Los gozos.  
La serie había deshuesado la novela de diálogos especulativos, tan jugosos, y el resultado era una historia que permanece muy, pero que muy por encima de las series históricas y costumbristas que la gente se traga ahora como si fueran patatas fritas. Los estupendos actores quedaron amarrados a esos personajes para el resto de su vida. Charo López adquirió el estatus de gran actriz que trabaja poco y alterna con intelectuales que cruzan las piernas y la desean tras sus gafas de culo de vaso. Tuvo un romance muy cool con Antoñete, y hacía películas herméticas. Pero Charo López seguirá siendo Clara Aldán hasta que al menos mi generación la olvide, los que entonces aún no éramos mayores de edad, que, quizá por eso mismo, teníamos en Rosalía Dans, la Rosario de la película, nuestro voto particular, quizá porque su belleza era más probable. Pero Carlos Larrañaga y Eusebio Poncela ya no hicieron nada más memorable que aquello. Poncela lo repitió incluso (en Werther, por ejemplo),  y Larrañaga quedó ya siempre preso de un donjuanismo señoritil, simpático y canalla. Acabo de leer El señor llega, primer volumen de la trilogía de Torrente Ballester, y sus caras (el recuerdo de sus caras) encaja en mi imaginación perfectamente con los personajes.


Ese era, pues, el primer prejuicio, que era el libro de una serie de televisión, no la adaptación de una magnífica novela. Pero además, entonces, Torrente formaba parte, junto con Cela y Delibes, de la Santísima Trinidad de la novela española, y uno era joven y celiano. Los juzgábamos por el ladrillo vanguardista que hubiesen sido capaces de escribir, y así como Oficio de tinieblas 5 me había hipnotizado, La Saga/fuga de JB me parecía un rollo y los monólogos de Delibes un alarde gratuito. Seguían escribiendo novelas, pero, igual que les pasara a los actores, su imagen ya había quedado fijada en los cuños. Lo otro, lo que no fuera vanguardista, estaba periclitado. Otro prejuicio. 
Pero aún quedaban dos prejuicios más, que en mi caso entraron, ambos, por la gatera de Umbral. El primero era político. Torrente era, si no un franquista descarado, un intelectual beato y colaboracionista, una especie de Cunqueiro cegato y guasón, uno de los laínes (véase Leyenda del césar visionario), pero no tan brillante como Foxá. Ya he contado aquí lo del cucharón de sopas aldeanas y la cucharilla de plata, que es como Umbral define, respectivamente, a Torrente y a Foxá. A Torrente Baudelaire le daba lo mismo: él contaba historias, eso que Umbral, siempre venenoso con sus propias limitaciones, llamaba “muñir un argumento”. Ese desdén inculto, en nombre, precisamente, del refinamiento cultural, es el último prejuicio que me apartó de Torrente Ballester.
Pero uno va cambiando. Ni el trasvase televisivo ni el historiografismo literario ni el progresismo excluyente ni la modernidad con leontina son desde hace tiempo motivos para no leer un libro. Por gozar del sabor puro del tabaco estoy dispuesto a chupar cualquier colilla. El gran prejuicio consistía en que Torrente Ballester era un narrador clásico, que entonces se oponía a moderno, como si moderno fuese una categoría histórica y no estética, y como si, en cualquier caso, fuera incompatible con ninguna otra. El tiempo enseña que narrar es contar una historia y, en la medida de lo posible, dejarse de historias, de coartadas vanguardistas y disimulos minimalistas. “Ya no se puede escribir como Galdós”, proclamaba Cela, qué estupidez, cuando yo era un adolescente. Ese sentido de la modernidad siempre es caduco, y cuando se despeja el humo quedan los de siempre. Después me he hecho incondicional de la novela de siempre, el novelón donde pasar un mes metido, algo ciertamente difícil si tu estómago ya no tolera la mala prosa ni los tópicos de novela popular. Paso largas temporadas en el siglo XIX, que ya me sienta como la ropa de andar por casa, y si algo le reprocho a nuestra novela del XX es que es muy fértil en gemas de doscientas páginas y muy estéril en este otro tipo de grandes narraciones. Estos libracos (hablo de calidad) solo se pueden escribir de una manera porque si no no hay quien los lea, y esa servidumbre garantiza un cierto patrón de lo que siempre será una novela, por más que en sus versiones cortas se juegue a todo tipo de experimentos. 
Todo esto era porque he leído El señor llega y me lo he pasado en grande, y no he querido hacerlo en la última edición de Alfaguara, con las tres novelas en un solo tomo, sino en aquella de mayo del 82. Faltaban cuatro meses para que el PSOE ganase sus primeras elecciones. Charo López hacía crujir los jergones de media España y Torrente triunfaba con un libro del año 57 sobre el poder, el deseo y la moral.  La gente se compraba la novela después de ver los primeros capítulos y después de gozar en secreto con las andanzas bárbaras gallegas le encontraba el gusto a las historias de herencias y de monasterios. Y a uno aún le faltaban años de militancias estéticas antes de darse cuenta del oficio que hace falta y lo difícil que es llegar a ese grado de sencillez. 
Esto iba a ser una nota de lectura de El señor llega. De momento es un preámbulo, pero ya voy por el segundo tomo. 


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