26.5.16

Ahora que ya no nos mataríamos


Leo que Ganemos Madrid, grupo afín a Ahora Madrid, que gobierna la capital, no está de acuerdo con la Comisión para la Memoria Histórica que ha formado Manuela Carmena, con gente, en principio, de todos los palos. La idea de Carmena es que la comisión deben formarla todos, y por eso la preside una abogada laboralista y la integran dos historiadores (de tendencias divergentes), una filósofa feminista, una arquitecta de lo sostenible, un cura de Lavapiés y un escritor vinculado a Ciudadanos.
Ganemos Madrid no entiende que se llame a un cura y a varios estudiosos de derechas a hablar de un tema del que solo deberían tratar los herederos ideológicos de los vencidos, no los de sus verdugos. Carmena, por su parte, piensa que esta es otra oportunidad histórica de ponernos en algo de acuerdo. Y para ello ha tirado, nunca mejor dicho, por la calle del medio, esa donde Andrés Trapiello, que también forma parte de la comisión, quiere poner el nombre de Manuel Chaves Nogales.
En realidad tiene varios sitios para ponérselo: no estaría nada mal, por supuesto, en los aledaños de la plaza de las Ventas, aunque solo sea por haber escrito Juan Belmonte, matador de toros, seguramente el más hermoso libro sobre tauromaquia (con el permiso del maestro Vidal) que se haya escrito nunca; pero tampoco desentonaría en la calle Ferraz, en memoria de aquel espléndido reportaje sobre la defensa de Madrid y la actitud del general Miaja; o incluso en los aledaños de Antón Martín, lleno de academias de baile flamenco, en honor a la muy divertida y mejor escrita El maestro Juan Martínez que estuvo allí. Eso sí: si hubiera que ponerle una calle en atención a su obra maestra, A sangre y fuego, tendría que ser una plaza, un lugar de reunión, donde quepan los unos y los otros, y, a ser posible, se lleven bien.
Llevo años recomendando a los alumnos la lectura de A sangre y fuego. Los cuentos alternan los desmanes fascistas con las tropelías revolucionarias, porque Chaves, demócrata, republicano, no se sentía representado en ninguno de los dos bandos. Sabía perfectamente cómo era la revolución soviética y había olido el perfume helado del fascismo en las plazas de Europa. Fue, además de un gran escritor, uno de los mejores periodistas de su época, pero no fue de los unos ni de los otros. Fue lo que ahora, se supone, somos los demócratas. Ahora que ya no nos mataríamos… 
Trapiello lleva mucho tiempo en la labor de rescatar a Chaves, de quien hace veinte años solo había, en Alianza, el libro sobre Belmonte. Pero luego a Espasa-Calpe se le ocurrió desenterrar A sangre y fuego, y su éxito no hace sino crecer porque, aparte de todo, es el mejor libro de ficción que se ha escrito sobre la guerra civil, sí, y eso que Sender me gusta mucho. Y uno de los primeros en ser escritos, por cierto, para que luego hablen de la distancia temporal tan necesaria. Antes de acabar la guerra Chaves ya había entendido, o no había dejado nunca de entender, que aquel era un fregado en el que la democracia parlamentaria pintaba poco.
Pero lo más importante es que sea necesario restituir, rehabilitar la memoria de los que, por una razón o por otra, fueron derrotados para la historia, condenados al olvido. La primera Comisión de la Memoria Histórica, la que sí gustaba a Ganemos Madrid, procedió a vengar los agravios elaborando una lista de nombres que había que quitar de las paredes porque habían demostrado alguna relación con el franquismo. Y por ahí salían Guillén y Mihura, Pla y Manuel Machado, Jardiel Poncela y el gran Cunqueiro. Por estar estaba hasta Manuel Rodríguez Manolete. Antes de proponer la exhumación de nombres olvidados, se dieron prisa en organizar simbólicos fusilamientos de los que aún no han caído en el infierno.
Eso significaba no haber entendido nada. Yo quiero que el nombre de mi abuelo, José Bravo Adiego, salga del pozo de Caudé en el que reposan sus restos, pero me parece un atraso tapar toda referencia, por peregrina que resulte, a cuarenta años de historia. Aquella primera comisión tan ridícula dio que hablar, y pronto se llegaba a la misma conclusión: si hay que eliminar del callejero a todos aquellos nombres que tuvieron alguna relación con un gobierno tiránico, habría que empezar tirando, por ejemplo, las estatuas de los Reyes Godos que adornan la plaza de Oriente. 
Las ciudades son entes orgánicos llenos de imperfecciones. Funcionan acumulativamente. El aire de la calle despoja de significado a la mayoría de los nombres. Yo vivo en la plaza de Gabriel Miró, uno de mis escritores de referencia, pero no hay taxista que sepa quién es ni donde está, entre otras razones porque le pusieron su nombre a una plaza que ya lo tenía, Las Vistillas, y era muy difícil de quitar. A la historia, además, se pasa de muchas maneras. Emilio Carrere, el escritor más vago y trapacero que se ha paseado por Madrid, que se vestía en las pompas fúnebres para oler a cadaverina y que los perros le aullasen al pasar, pasó a la historia por una novela que no escribió, La torre de los siete jorobados. La escribió un joven llamado Jesús de Aragón, y la hizo famosa, tiempo después, el cineasta Edgar Neville. Neville tiene una calle en Pozuelo de Alarcón y Carrere otra en el barrio de Princesa. Jesús de Aragón, ninguna. Tanto Carrere como Neville eran franquistas declarados, aunque ninguno de los dos figuraba, seguramente por ignorancia de los redactores, en aquella primera lista de placas fusilables. El que ni tiene una placa en ninguna parte ni nadie pide que sea rehabilitado es Jesús de Aragón, eso por supuesto.
En Villarquemado, provincia de Teruel, y también en Nueva York, resolvieron hace muchos años el asunto poniéndoles números a las calles. La memoria la guardan en los libros, en la escuela y en el corazón.  

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