La lectura de los recuerdos de Carmen Baroja y la proximidad de la canícula me han hecho acordarme, cómo no, de Itzea. Salvo la mía, no creo que haya otra casa en la que haya pensado tanto como en esta. Y la mejor descripción, la más minuciosa, de sus cuartos y escaleras, sus desvanes y bibliotecas, sus cuadras y zaguanes es la de Pío Caro Baroja, que además se toma la libertad familiar de citar generosamente a Julio Caro y unas cuantas páginas de ese libro para mí fundacional que es Las horas solitarias. El propósito es recorrer la casa, sus libros, sus vigas, sus maderas, la historia que ya hace más de cien años empezó en una ruina (“buena para fábrica o convento”) y ha terminado siendo la vivienda particular más famosa de la literatura española.
No sé si se ha escrito el libro de las casas literarias: la de los Panero en Astorga, la de Velintonia en Madrid, la de Tudanca en Cantabria, la de Pla en Palafrugell; dicho sea lo de casa en el sentido casi nobiliario, de sagas de artistas, sanguíneas o intelectuales, como pudo ser el caso de Aleixandre. Para mí ninguna como Itzea, en Vera de Bidasoa, Navarra, hogar de los hermano Pío, Ricardo y Carmen; de los sobrinos Julio y Pío, de la abuela Carmen y Julia Uzcudun, la moza que anduvo rodeada de gatos por la casa desde que tenía catorce años hasta poco antes de morir muy vieja, y se supone que hogar de los nietos de Carmen Baroja, a no ser que hagan como con El Carambuco, en Churriana, Malaga, la finca que compró Julio Caro por mediación de Gerald Brenan y que ahora se anuncia como salón de bodas y comuniones.
El significado de Itzea, para un barojiano de la meseta, es doble. Por un lado está lo que ya expliqué en esta columna del DDT, la arkadia de los valles estrechos, de pastos jugosos, vacas y chimeneas, el aire matriarcal que tiene el caserío vasco. Pero por otro está la soledad, la paz de estos desiertos (o de estos valles), los pocos libros juntos, que en el caso de los Baroja es una biblioteca impresionante, y eso, el mito de la biblioteca junto a un río sonoroso, redondea no solo el mundo de Pío Baroja sino el de cualquier enamorado del campo y de los libros. Virgilio en su alquería, Baroja en su casona. Dice Pío Caro que, a pesar de todo, fueron las largas temporadas de autoabastecimiento, desde el estallido de la guerra, lo que más protagonismo dio a la casa, convertida en granja de aldeanos, taller de artistas, refugio de escritores, y un permanente Ricardo Baroja que igual paseaba a la majestuosa cerda, Doña Estrella, y a sus lechones a comer bellotas por el campo, que pintaba cuadros a destajo (y con una vista cada vez más débil) o proyectaba velas de barco revolucionarias con las que dar un pelotazo y salir de la miseria.
Porque el libro está dedicado a Itzea, a los muros que vieron, a las puertas que ocultaron, a las parras que treparon por las piedras y los animales y los óleos y los libros que les dieron de comer, pero el protagonista es Ricardo Baroja, un Silvestre Paradox en carne y hueso que se lleva todo el cariño de su sobrino Pío. Y sí, lo hace en detrimento de Pío Baroja, cuya mención demorada sortea de diferentes formas, incluyendo un relato de la guerra o tomando unas cuantas páginas de Las horas solitarias. Siempre con respeto, pero en medio de la alegría que le produce hablar de Ricardo ese respeto esconde un discreto reproche. Se diría que todo aquel que reprobase de algún modo las actitudes de Ricardo, empezando por su mujer Carmen Monné (a quien tira, al final, una puya por rollos de herencias muy poco elegante), no es del gusto del autor, lo cual, en vez de afear la credibilidad de sus recuerdos, refuerza, por elipsis, el dramatismo que toda casa necesita para estar viva. Fue una familia como las demás la que vivió allí, y ya se sabe lo que dijo Tolstoi…
Ricardo es imaginativo, impaciente y caprichoso como un niño, “el pintor más culto de España”, un donjuán aventurero y bonachón que supo cuándo había llegado la hora de ser el personaje que tanto cundió a su hermano Pío, se fue a Itzea y ya no salió de allí. El que sí se alejó fue Pío, primero por la guerra y después, parece ser (Sánchez Ostiz), tras una discusión con su hermano de la que por este libro no se sabría más que un fragmento no escrito, elocuentemente silencioso. Esa discusión aquí se menciona en el contexto de dos puntos de vista, no de otro caso Machado ni mucho menos. Pero si uno acaba de leer las memorias de Carmen Baroja (publicadas, con el apoyo de Pío Caro, digo yo, tres años después que este libro, en 1998) se da cuenta de que hay varios fragmentos tomados de allí, a veces casi parafrásicos, como el trabajo de su madre y su tía en el hospital de campaña, nada más estallar la guerra. Se me escapa por qué Pío Caro no habló de un manuscrito que muy poco después consentiría en publicar, teniendo en cuenta que algunas otras citas son tan generosas como parcialmente peregrinas, como es el artículo aquel sobre la inauguración del busto de Fermín Leguía, material de nota breve que aquí se come varias páginas. Es raro porque las palabras dedicadas a su madre siempre están llenas de admiración (aunque siempre es la abuela la que seca las lágrimas del niño), tanta como espeso es el silencio que cubre la figura del padre, Rafael Caro, de quien solo se cuenta lo que ya había contado su madre, el doloroso encuentro en Irún después de tres años sin verse. En las memorias de su madre, es una escena llena de piedad de una mujer hacia un marido con el que nunca se ha llevado bien. En este libro, al hijo no le hace falta decir nada para saber qué piensa de su padre.
El otro gran protagonista, naturalmente, es Julio Caro. El libro está terminado en los días en que el gran antropólogo agonizaba. La prosa de Pío Caro es buena, no tan limpia como la de Julio, ni mucho menos como la de su tío, algo almibarada por esas codas algo blandengues que a veces estropean con pleonasmos la intensidad de lo que acaba de relatar. Pero es una delicia la minuciosidad y el afecto con que repasa cada sala, cada estantería, cada barco de vela, cada estampa, cada pintura, y la abnegación sin límites con que habla de su hermano, como si midiese cada palabra para no cometer la más mínima injusticia con todo lo que significó Julio Caro para esa casa y esa familia.
Los Baroja escriben todos bien, y este libro brilla cuando narra lo que recuerda con felicidad, y a veces se pone un poco insistente con viejas traiciones de todos conocidas que hacen mejor papel en las mesas de los juzgados que en un libro que habla sobre cómo una familia de artistas se recluyó en una arcadia milenaria para dejarla como símbolo de un modo de entender el mundo. Habla de afectos, y a veces con pasión. El pasado está en la pluma, y uno intuye sentimientos recobrados y se siente testigo de cómo entrega su alma Pío Caro para que un libro de recuerdos pueda reposar con dignidad junto a las memorias de su hermano. Yo creo que lo consigue.
Pío Caro Baroja, Itinerario sentimental (Guía de Itzea), con textos de Pío Baroja y Julio Caro Baroja, Pamiela, 1995, 239 p.