16.8.16

Agotamiento


“Yo solo tengo amigos escritores”, decía Umbral, en una de sus umbraladas, siempre falsas y siempre verdaderas. Falsas porque el Umbral provocador, soberbio, bodeleriano, era, a pesar de todo, un tipo con oído para escuchar a los que no fuesen escritores, y verdaderas porque arrastró toda su vida un complejo de artista moderno que tenía que cultivar a base de frases hirientes.
A Umbral lo detestaba la modernidad de los 80/90, y no sé por qué, porque hacía lo mismo que ellos: vivir en un cogollito de intelectuales y artistas y nombrarlos por todas partes, como hace ese sujeto digno de estudio que es Luis Alegre y cuya vida entera consiste en decir que es amigo de famosos, un peloteo llevado a su máxima y más rentable expresión.  
Enrique Vila-Matas forma parte de la generación que, así, en general, despreciaba a Umbral, en parte por ser la prolongación del odiado Cela y en parte porque, ay, nunca llegó a figurar en esa gauche divine tan española, tan afrancesadamente española, quiero decir. Umbral despreciaba la imaginación y todo lo fiaba a su estupenda prosa, pirateaba todo lo que le pudiera funcionar, y demasiadas veces se imitaba a sí mismo. Acabo de leer Porque ella no lo pidió, novela recién salida de Vila-Matas, una olla podrida en la que cabe un reportaje por las Azores que ya le habíamos leído, o una historia sacada directamente, con nombres y apellidos, de las novelas de Auster, pero no tanto de la espléndida Leviatán, que es la que cita, como de la Trilogía de Nueva York, que no cita, o de los Viajes por el scriptorium, que cita a medias. De Leviatán habrá sacado algún nombre, porque la extraordinaria intensidad de esa novela y, sobre todo, su condición mítica, es decir, de creación de un personaje que sirve como de molde para explicar ciertas cuestiones importantes de la vida, en esta novela de Vila-Matas no se alcanza jamás. En el pisto cabe también el rollo parisino de Patrick Modiano, cuya novela En el café de la juventud perdida, que a mí me pareció impresentable, está detrás de buena parte de la historia y de su tufo a intelectualina. ¿Qué más se podía meter? Amigos, amigos escritores siempre que acompañan al narrador en su sufrida existencia de escritor viajero, ahora en la feria de Frankfurt, luego en Buenos Aires, más tarde en un congreso de Cartagena de Indias, amarrado siempre a llamadas telefónicas no contestadas y juegos con e-mails que en pocos años sonarán a fascinación de salvaje, porque sus amigos escritores suelen salir de viaje un par de semanas y localizarlos cuesta demasiadas páginas para un libro tan breve y con tanto relleno. Desde luego, no falta algún episodio biográfico algo patético, o la mujer mariana (de Javier Marías) que observa desde cierta distancia la empanada literaria del marido. Y, por encima de todo, la historia del escritor que escribe, frecuentada por Auster pero solo admisible si uno es tan bueno como Auster. 
El objetivo, dicho en la página 77, era el siguiente: “si el tema del Quijote es el del soñador que se atreve a convertirse en su sueño, mi historia será la del escritor que se atreve a vivir lo que ha escrito, en este caso lo que ha inventado acerca de sus relaciones con Sophie Calle, su ‘artista narrativa’ preferida”. Y eso es todo, suficiente para una novela corta, como esta, siempre y cuando los personajes tengan vida. Vila Matas apunta varias veces otro antecedente, el Satiricón de Petronio, siguiendo la especie de que, después de acabar su novela, el autor se dedicó a vivirla.
El asunto no es nuevo. Recuerdo que Vázquez-Montalbán, a la inevitable pregunta de periodista gandul de por qué escribía, contestó con la frase definitiva: escribo lo que me gustaría vivir. Y para cierto tipo de escritores es así, precisamente aquellos que se resisten a los personajes planos y a las exageraciones. En el caso de Vila-Matas, es posible que la impresión que quiera dar es la misma que lamentablemente da, el escritor que lee unas páginas y ensaya una variación sobre el tema que da muy poco de sí y por eso hay que añadir de todo y nombrar a los amigos y fabular con esa gratuidad que me hizo rechazar del todo a Millás después de aquel Tonto, muerto, bastardo e invisible. Vila-Matas no es tan brillante, al menos aquí.
Pero es que todo esto ya lo había hecho, y si en el futuro se recuerda que lo hacía será por El mal de Montano, donde también aparecen las Azores y la obsesión por vivir literariamente, no por esta novela que tampoco añade nada. Casi todos las copias pueden llamarse homenaje salvo si uno se copia a sí mismo, por más que en este caso la historia del escritor que escribe y le gusta la prosa desnuda y estupefacta del lector de Kafka sea el tema y el estilo de todo lo que yo he leído suyo. Eso es hacer de la necesidad virtud, desde luego.
Pero es verdad que Vila-Matas ha ido modelando un personaje, un tipo, el escritor que escribe y vive una vida literal, de metáforas tomadas al pie de la letra, de formulación de la realidad más cotidiana con las palabras que mejor puedan limpiarla de sentido, de modo que sus fans esperan sus novelas como la nueva entrega de Montano, un episodio más de quijotismo posmoderno y especulativo. El personaje es él, el que escribe, no el imaginado. Sus lectores no están interesados en sus ocurrencias sino en él. El gran reino de la metaficción cervantina puede tener modernamente el toque rarito de los Juegos de la edad tardía o el neokafkianismo parisino de este libro de Vila-Matas. Pero el filón no está agotado.
Cita, también, a Sebald, cuya Los anillos de Saturno tuvo mucha fama (y bastante prole) en la novela de los 90, cuando leíamos obsesivamente a Auster y empezaba a extenderse la plaga de la no ficción, de cuya atracción fatal también sabía Cervantes. En el fondo la novela de Vila Matas me ha sonado a eso, a noventismo de amigotes, a encargo editorial y excusa para un banquete de literatos con cara de busto. Pero el tiempo pasa y hay formas de tratar un tema inagotable que también se agotan. El personaje se pasa media novela con una sonda urinaria. El tema también la lleva.