28.9.16

Vida de Friedrich Nietzsche, 1


Cuando era pequeño, Friedrich Nietzsche no hilaba con los otros niños de la escuela. Su padre, pastor protestante, no quería que fuese a un colegio exclusivo, lleno de hijos de pastores llamados a merodear toda su vida por salones importantes, sino que se rodease de rapaces de humilde condición para que después supiera entender la sociedad en la que vivía e integrarse mejor en ella. Pero los niños se reían de él. Rubio, de pelo lacio hasta los hombros, ojos oscuros y puntiagudos, modales exquisitos y una habilidad especial para dirigirse a los demás como si estuviera recitando, henchido de emoción, un pasaje de las Sagradas Escrituras, el pequeño Friedrich debía de ser un niño raro de mediados del siglo XIX. Y lo único raro era que no fuese a un colegio de raros. Su contemporáneo y futuro adversario Ullrich von Willamovitz Moellendorf sí iba a colegio de pastores y a los tres años ya leía a Sófocles en griego. 
Las almas de los pobres estaban entonces dirigidas por hombres de severa educación, de un comportamiento ceremonioso y solemne que a la luz del sol popular era ridículo, pero no en su sitio exacto. Cuando el niño rarito llegaba a pastor, esa misma gente le escuchaba como si fuera un santo. En el caso de Nietzsche, además, se da la circunstancia de que el hombre más descarnadamente humano de toda la filosofía de Occidente fue siempre un discapacitado social, y que el filósofo al que más se sigue leyendo con unción verdadera, es decir, buscando respuestas para la vida real, fue desde niño un patito feo, heredero de una familia de mala salud, con cierta propensión al reblandecimiento del cerebro. 
Muy pocos años después, Charles Darwin dejó caer una bomba sobre los cerebros de Europa, El origen de las especies, y Nietzsche pronto encontría explicaciones a su destino. Somos lo que hemos sido, y desde ahí partimos para ser lo que queremos ser. Él, concretamente, procedía de un linaje de pastores, pero también de carniceros, ya desde el siglo XVII, en una tupida retícula que, si se tira del hilo, lo emparentaría con el mismísimo Goethe. No obstante, él siempre sospechó que era de sangre polaca, por más que la severidad en la que se crió fuera tan alemana. 
Pero las leyes de la herencia no eran, según él, de padres a hijos sino de abuelos a nietos, por la sencilla razón de que los padres aún están haciéndose cuando tienen a los hijos, pero los abuelos ya están hechos cuando nacen los nietos. “Los gérmenes tipológicos de los abuelos maduran en nosotros”, escribió. Digamos que es una brillante intuición, porque lógica no tiene mucha. En el caso de Nietzshe, el abuelo era un intelectual de postín, autor de la célebre Gamaliel o la inextinguible duración del Cristianismo; para edificación y pacificación en el momento de inquietud que vive hoy el mundo teológico, escrita en 1796, donde se leen párrafos que ya suenan a su nieto.
En ese colegio popular la verdad es que Nietzsche no se esforzaba mucho por caer bien a los compañeros, a pesar de que más de uno, andando el tiempo, señalaría la modestia y la gratitud como sus dos principales virtudes. Una tarde, al salir de escuela, se desató una tromba de agua y los chiquillos de Naumburg corrieron a sus casas con las carteras encima de la cabeza. Nietzsche no aceleró el paso, y con toda parsimonia se puso hecho una sopa. Cuando su madre, alarmada, le preguntó por qué lo había hecho, el niño se justificó como pudo: “Pero mamá, en el reglamento de la escuela se dice que al dejarla los muchachos no deben salir corriendo ni ponerse a saltar, sino que tienen que volver calmados y despacio a sus casas”.
La anécdota se puede interpretar como se quiera. Los apologetas hablan de su temprana voluntad de hierro, y los no tan entusiastas recuerdan que ese mismo rigor con el deber hizo que fuera perdiendo a la mayoría de sus amigos. Eso sí, no había nada que no hiciese a conciencia. Con nueve años, en 1853, estalló la guerra de Crimea, y Nietzsche se dedicó a montar un nutrido ejército con sus soldados de plomo y a estudiar volúmenes de poliorcética, e incluso ideó un exhaustivo diccionario militar para uso personal. Antes de los catorce años ya hablaba de aquellos a los que no les gustaba la música como “gente sin alma”, y a la hora de escribir creía firmemente que podía perdonarse antes un descuido estilístico que una idea confusa.
Hizo amigos, claro, sobre todo sus queridos Pinder y Krug,  y al padre de este último se debe su temprana vocación musical, algo que tampoco encajaba mucho con su idea de la genética. Pero se sentía solo. Vivía rodeado de mujeres, en las faldas de una madre joven, viuda y severa, y se iba acostumbrando a unos dolores de cabeza que no lo abandonarían jamás.
Como el entorno popular de Naumburg no le sentaba del todo bien, a los catorce años lo enviaron a Pforta, una especie de templo de las humanidades, un mundo conventual donde Nietzsche encontraría el otro gran amor de su vida, la Antigüedad. “Cuando no tengo nada mejor que hacer”, escribe en 1859, “redacto en latín lo que en tal o cual momento he oído o leído, obligándome, paralelamente, a pensar en latín cuando lo hago”. Su autor favorito era Salustio, y no es de extrañar, porque el historiador romano sabía unir el rigor histórico y la composición artística. Yugurta es un estudio minucioso sobre el arribismo político, pero también una gran tragedia. 
Se ha especulado mucho, sin embargo, con que uno de sus primeros trabajos fue sobre el poeta griego Teognis, adalid del aristocratismo rancio, que es lo que el joven Nietzsche criticaba en ese mismo trabajo. Su distinción era otra. Iba por la calle con unas gafas azules para protegerse de la luz, y en una excursión al castillo de Shönburg con sus compañeros de élite, nada popular, él prefirió subirse solo a la torre mientras los otros jóvenes bebían vino en la bodega, y compuso unos versos premonitorios: 

Sin otra compañía que la mía,
que ellos se entreguen en los sótanos a sus libaciones 
hasta caer en el suelo.
Yo practico mi oficio de señor.

Y procuraba demostrarlo. En cierta ocasión, un compañero mostró su admiración por que Mucio Scévola fuera capaz de aguantar el fuego en la mano con estoicismo más bien bruto, y Nietzsche se apresuró a demostrarle que aquello no era nada, y sin parpadear (¿parpadeó alguna vez Nietzshe?) encendió unas cerillas y las dejó consumirse en la palma de la mano. Solo una vez sucumbió a las tentaciones de la pubertad y se agarró una media merluza con cuatro cervezas, pero en vez de aguantar la resaca escribió a su madre para contárselo y prometerle que no sucedería más.
Talento tenía, desde luego, y pocos estaban dispuestos a no reconocerlo. Un profesor de griego casi llega a las manos con otro de matemáticas porque este le había puesto un 4, y el de griego, indignado, le reprochó no haberse dado cuenta de que Nietzsche era el mejor alumno que habían tenido jamás en aquella especie de Eton alemán. Un compañero de aquellos años mozos, a la muerte del filósofo, ponderó su talento musical: “No creo que Beethoven fuera capaz de improvisar tan deslumbrantemente como Nietzsche, por ejemplo, cuando estallaba una tormenta en el cielo”. “Cuando no escucho música”, decía el joven Fritz, “todo se me aparece muerto”. Incluso sus primeros escarceos amatorios tuvieron la música como condimento imprescindible. Solo quería, a decir de Janz, “mujeres delicadas, dotadas musicalmente y exigentes con la caballerosidad”, acaso como la joven Ane Redtel, con quien tocaba algunas tardes a cuatro manos.
Y lo más sobresaliente de aquel talento es que ya desde el principio fue doble y contradictorio. Apolo y Dioniso, su imposible e indisoluble unidad, ya se le aparecieron bien temprano. En un ensayo de 1862, cuando tenía dieciocho años, ya expuso el contraste entre voluntad libre y fatum. En téminos exageradamente generales, la voluntad podía asimilarse a la posibilidad de actuar conscientemente, y el fatum a la de hacerlo llevado por la inconsciencia. Claro que entonces habría que haberle preguntado: si tu abuelo era un hombre voluntarioso, ¿no forma parte de su herencia ese mismo fatum ingobernable? 
Lejos de quedarse tranquilo con su hallazgo, se debatía entre ser dios o un vulgar autómata, y lamentaba la inclinación al barro que todos, incluso él, en algún momento hemos tenido: “¿Qué es lo que arrastra con tal fuerza el alma de tantas gentes hacia lo vulgar?”, se preguntaba. En ese primer ensayo ya está el germen de sus investigaciones sobre el origen de la tragedia, y en el fondo de su obra entera. Su doble talento, científico y artístico, diurno y nocturno, quizá fuera el causante de los dolores de cabeza que le amargaron la existencia. Un informe médico del Pforta nos orienta sobre las circunstancias en que concebía estas ideas: “Nietzsche fue enviado a casa para acabar de curarse. Es una persona sana, de complexión recia, con una mirada sorprendentemente fija, miope y frecuentemente aquejado de jaquecas pasajeras. Su padre murió joven de un reblandecimiento cerebral, y fue engendrado tardíamente; el hijo, en la época en que su padre estaba ya enfermo. Todavía no resultan perceptibles signos preocupantes, pero la referencia a los antecedentes parece necesaria.”
Pero él pronto aprendió a resignarse, a ponerse sus gafas azules, caminar a solas y soportar el dolor. 

23.9.16

Con las ganas


Además de ser una de sus novelas más largas, Laura o la soledad sin remedio es, de toda la producción última de Baroja, quizá la más celebrada, pero, me temo, no la mejor. Susana, la protagonista de su anterior novela, era más fresca, más resuelta, pero Laura tiene que cargar con todo el pesimismo barojiano para ser lo que ya desde el arranque se nos vaticina: una heredera de la Electra de Galdós, otra más de las hijas de Electra cuya hermana mayor es aquel gran personaje, María Aracil, del que Laura no es más que un reflejo en la distancia, una María, digamos, envejecida, desilusionada no por las lecturas filosóficas sino por la propia vida.
En efecto hay que ir a La ciudad de la niebla para encontrar el modelo femenino de Laura, más que en La dama errante, la otra novela de La raza que protagonizaba María. En aquella novela, la relación de María con Natalia es muy similar a la que aquí mantienen Laura y Mercedes, un sigiloso, delicado, pudibundo incluso acercamiento al lesbianismo por parte de Baroja. También entonces Natalia era más decidida, más abierta y consecuente con sus sentimientos que María. Aquí, Mercedes es un extraordinario personaje que se nutre de pasiones claras, cercanas, a fin de cuentas comprensibles. El contraste entre Laura y Mercedes es el de la mujer culta, independiente y melancólica frente a la moza fresca, decidida, incapaz de ocultarse a sí misma los sentimientos. Puesto que ya teníamos a María Aracil en el corazón, uno hubiera querido que Mercedes tuviera su propia novela, pero Mercedes es la heroína, y Laura, además de Laura, es Baroja, el que mira, el que juzga y decide. En Susana, ese papel lo tenía Miguel, y merecería la pena separar aquellas novelas de Baroja en que los héroes están contaminados de Baroja de aquellas otras en que los héroes son vistos por un personaje contaminado. 
El caso es que Mercedes junta lo que Baroja censuraba con aquello que le atraía. Novia del hermano de Laura, Luis Monroy, un pobre hombre que rueda como una bola de billar intentando huir de la guerra civil, es violada por un miliciano anarquista, y es en este punto donde Baroja se la juega, primero porque las noticias de barbaridades en la guerra civil del 36 solo apuntan a los milicianos (algo comprensible si tenemos en cuenta lo que Baroja pensaba de la masa enfebrecida), y segundo porque trata, en serio, un tema vidrioso: Mercedes sintió más pasión por ese miliciano que por su propio marido. Lo curioso del asunto es que el personaje es tan bueno, está tan vivo, que tuerce el brazo del autor para no ser un ejemplo de mujer viciosa sino de mujer de acción. Ella es el mundo nuevo, pero no aprendido en los salones, como Silvia o Irene (hay muchas mujeres en esta novela, como en El amor, el dandismo y la intriga), sino intuido, sentido con el instinto, y por eso es lógico que acabe casándose con un médico y largándose a vivir a los Estados Unidos, en donde aprende inglés en cuatro días, más llevada por su capacidad de adaptación al medio que por sus ambiciones intelectuales.
Esta Mercedes sin remilgos, esta Zalacaína, es la que pone a Laura en una situación que asusta al propio Baroja, y se nota, la situación de vivir las dos mujeres en pareja. A Mercedes no le importaría, pero Laura/Baroja no lo quiere ni pensar, por más que luego perciba el atractivo de Halma. Todo esto está contado en pocas y nerviosas líneas, porque es un tema que no acaba de definirse entre la severa moral barojiana y su desconfianza en el matrimonio convencional. Mercedes se va a América y quita a Baroja un peso de encima, porque todo lo que hace esa mujer tiene sentido, y pronto, en un lento, a veces, entramado de chismografía de ocasión, turismo europeo y noticias de la guerra, es sustituida como antagonista por el ruso Golowin, cuya situación personal, separado y con una hija pequeña (de nombre Natalia), nos acerca mucho a Larrañaga y Nelly, en aquella gran trilogía que fue Agonías de nuestro tiempo. Golowin es sensible como Larrañaga pero más mundano, más confiado, menos mustio. Pero lo que Laura siente por él es parecido a lo que María Aracil hubiera sentido, de juntarlos, con el propio Larrañaga. 
Y así Laura y Golowin emprenden una relación racional, sin gracia, de padre solo con niña para la que contrata una institutriz y, más que enamorarse de ella, la elige como esposa perfecta: culta, sensata, sobria; triste pero segura. Baroja embadurna este matrimonio a distancia con tertulias de política y antropología que a Laura (y al lector) le parecen extravagantes, corrompidas de esnobismo en un mundo que humea, y que no dejan crecer ninguna de las dos secuencias dramáticas: la de Mercedes y la de Golowin. 
Pero es que a Baroja no le gusta “el ibsenismo y el wagnerianismo casero”, así que saca la vieja paleta de personajes que flotan en un limbo de entresiglos y va llevando a rastras la novela, sin que Laura termine de interesarse por nada. Algunos son muy exagerados: la hitleriana Irene, que termina como el rosario de la aurora, o la cínica Silvia, que en otro tiempo (Camino de perfección, 1902) se llamaba Laura y estaba más loca.
Si alguien quiere vincular este libro a las novelas de Baroja sobre la guerra, bien puede irse a otro lugar. Lo más biográfico de este libro, aparte de los viajes (el amigo Schultz saluda de vez en cuando, y nos enseña Lucerna y Basilea), es la necesidad de no salir de su mundo, de las novelas que disfrutó escribiendo, de los personajes que se llevaría a la tumba. Baroja eligió a María Aracil y a Larrañaga, desde luego dos de los mejores, e intentó que Laura no llevara boina y zapatillas. Lo consigue, sí, pero al precio de tenerla muchas veces callada mientras los demás cuentan anécdotas de almanaque. Dan ganas muchas veces de que abandone la tertulia naftalinosa y se vaya con Mercedes. Yo creo que Baroja se las aguantaba.