25.10.16

Mantas nórdicas


He leído, sin entusiasmo, Chicos y chicas, el libro de cuentos que acaba de sacar Soledad Puértolas, que es como una colección de argumentos para esas películas alemanas o suecas o ambas cosas que echan los domingos a la hora de la siesta. 
 Los protagonistas de esas películas son gente ya talluda, en sus 50 y 60, de anuncio de Corega, y siempre hay un hombre solo en una granja idílica, viudo con dos niños, y una Dido en traje chaqueta, una empresaria de éxito a la que primero roban el corazón los niños y luego su padre. Hay muchas variantes, pero el principio es ese. Al hombre lo han golpeado los mares de la vida, y la mujer no puede resistirse a redimirlo. Como son películas concebidas para que tranquilos ciudadanos del primer mundo hagan la digestión, nunca se cargan las tintas, y los episodios dolorosos se quedan en una frase de retórica inculpatoria. La acción se dice, no se hace, y la película es un decorado de la campiña sueca con planos cortos de maduros interesantes reprochándose cosas o diciéndose que se quieren. La austeridad emocional alemana garantiza, por lo menos, que nunca sean demasiado relamidos.
 La estética del norte de este tipo de cintas a granel nos suena a largo sábado de otoño, gente sin problemas económicos, caballeros de última generación, de conducta intachable y aspecto de practicar el yoga, y mujeres de un sexy refinado entre las que abundan las tallas grandes. Todo muy respetuoso con las más estrictas normas de higiene social. Quizá son agradables de ver por eso, porque las conversaciones se tienen en un jardín y no en un cementerio de coches abandonado. No se ve un arma por ninguna parte. Los personajes viven en islas afortunadas y se desplazan en barcos de vela. Los agricultores pasan subidos a un tractor diseñado por la NASA, vestidos con camisas de cuadros. Se vierte mucho café y nada de sangre, mucha leche y nada de alcohol. Es la Europa bien alimentada, que se entretiene con cómodas historias de amor. Lo importantes son los muebles, las casas, los barcos, los manteles. Son películas-manta, cuyo final no interesa tanto como para no quedarse roque, que es de lo que se trata. Se pueden ver con el volumen de la televisión a cero y te enteras igual. Los personajes hablan mucho (no suele haber acción), pero lo que dicen es perfectamente comprensible por sus gestos. Verlos hablar es disfrutar de ellos, porque suelen ser muy atractivos, belleza nórdica, e incluso cuando callan se sabe lo que están pensando. Son ideales para verlas en un salón de Ikea.
 Para conseguir este producto el argumento tiene que ser muy básico, es decir, tiene que coincidir con lo más elemental que desea el espectador, con su imaginación. El objeto último yo creo que es servir de material para un sueño erótico moderado, de modo que el argumento no puede dar mucho de sí. Si fuera todo argumento nos aburriría.
 Y esa es la razón por la que me aburren los cuentos de Soledad Puértolas, que solo son argumento. Cada uno de ellos serviría para una novela que en conjunto sería a la literatura lo que esas películas germánicas son al cine. Y no estaría mal, desde luego, porque la cimbra del argumento permitiría construir hermosas formaciones literarias. Personajes adultos en su mayoría, mujeres necesitadas de algo que las haga sentirse vivas, hombres disponibles, aventuras extramatrimoniales de una facilidad inverosímil, vidas resueltas, chalets apartados de la realidad, asistentas sudamericanas, tonos claros, edredones de plumas y varios perros que son como aquel perro blanco que sacó Pilar Miró en una película, con el que se iba a vivir al mar después de mandar al cuerno a José Sacristán, y que era el resumen de su concepto de pareja. 
 En los argumentos de Chicos y chicas apenas hay escenas. Se suelen resumir vidas enteras, casi todas de una mujer madura que se siente decepcionada por su amante o su marido. De hecho, en los cuentos en los que la acción transcurre en poco tiempo (el del viaje a Granada es tremendo), casi todo se reduce a una visita turística en la que no pasa nada, hasta que en la última página se aprieta el argumento, que tanto podría haber ocurrido en Granada como en el salón de casa. Este es un defecto bastante gordo, porque los cuentos salen desproporcionados, con mucho detalle al principio y muy sumarios al final, y con ese vicio de algunos cuentistas que consiste en huir hacia delante y luego repetir algo de lo que se dijo al principio para darle cohesión. Más de una vez he tenido la sensación de que la autora iba poniendo párrafos sin ocuparse mucho de los anteriores, como si se le hubiera olvidado lo que escribió hace tres días, acumulando épocas y fases, pocas veces acontecimientos, hasta que un final sin ton ni son (de aire chejoviano) da por concluida la narración. 
 Pero un cuento no es el resumen de un argumento, porque entonces suena a proyecto abandonado, a esa sensación cargante de lo que pudo haber sido y no fue. Estos argumentos intentan ser reales, con todo lo real que puede ser que un individuo que se llama Osvaldo se acerque a recoger los ovillos de lana que se le han caído a la protagonista y la mire como hacía tiempo que no la miraba un hombre. Es decir, huimos de lo excepcional pero nos refugiamos en el tópico, en el hombre libre y amante poderoso, en la mujer hastiada porque el marido es tonto, en promesas que no llegan a ninguna parte, en cosas así.
 Lo más interesante quizá sea la prosa, sobre todo al principio de los cuentos, hasta que la autora se cansa y deja pasar los años para telegrafiarnos lo que sucedió después. Es una prosa mínimal, de frases cortas, pero con otro defecto muy evidente: por mucho que utilices la parataxis, la frase corta, desnuda, debes dejarla respirar. De hecho, a mayor minimalismo más importancia cobra el detalle, de modo que si en esa misma frase corta embutes tres nombres propios, cuatro acontecimientos, tres épocas y varios pensamientos deprimentes, el resultado es que, más que perderte, te aburres. Si en un libro de cuentos uno tiene que poner mucho de su parte para prestar atención a lo que lee, no por complicado sino por irrelevante, la coartada chejoviana no sirve de nada. Y, en fin, un cuento con el propósito que se adivina en estos cuentos  tiene que estar escrito con ganas, porque en el fondo lo que uno percibe es una cierta torrija creativa, como si los domingos por la tarde, debajo de la manta, se pudiesen emplear no solo en sestear con una película-manta sino también en escribirla. 

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