26.6.17

El rico hablar


En octubre de 1983 compré y leí la Mazurca para dos muertos, un mes después de que saliera publicada. Estos días ha llovido mansamente y la he vuelto a leer. Y he sentido lo mismo que aquel entonces, que la prosa era un placer suficiente para caminar por la novela entera. Han pasado los años y es como si hubiera huellas de la lluvia por sus páginas, se transparenta un poco la carpintería y las homilías sobre la guerra civil tienen un aroma de autoafirmación. Es el mismo punto de vista que había tenido casi quince años antes en San Camilo 1936, que aquello fue una locura colectiva, una “marea de ignorancia”, o, parafraseando la memorable dedicatoria de aquella novela, que “las guerras son un disparate en el que se pierde todo: la salud, la paciencia, los ahorros y hasta la vida, en las guerras todos pierden algo y nadie gana nada, ni siquiera el que gana la guerra”. Si no fuera por esos sermoncillos que declama Robín Lebozán, uno de los narradores, quizá el que lo está escribiendo todo, la novela no caería, a poco de acabarse, a su condición de expediente personal, de toma de posiciones en una España en la que se escribían muchas novelas sobre la Guerra Civil y todas eran de la misma cuerda. Cela necesitaba que no se le considerase un autor franquista, que no lo era, y su modo de conseguirlo fue demostrar que nadie manejaba la herramienta como él. Por eso, en la presentación de la novela, Lázaro Carreter, con solemnidad de anciano, dijo que no se podía escribir mejor en español.
Cela tenía motivos para reafirmar su posición. Fue de los primeros que invitó a Sender a volver a España, le ofreció su revista, los beneméritos Papeles de Son Armadans, pero el ilustre exiliado, a la primera copa, empezó a leerle a Cela la cartilla, y Cela perdió la paciencia y lo mandó a la mierda. Umbral contaba esta anécdota para ilustrar la no tan cómoda posición de Cela en las letras patrias, a la que don Camilo el del premio contribuyó generosamente haciendo de artista pedorro. Es eso, y no el haber sido censor, que es lo que denuncian de él los escritores de la España democrática, lo que con más fundamento se le puede reprochar. Franco quería escritores como él y pintores como Dalí, mamarrachos que instalasen en la gente la idea de que ser artista era no tener sentido del ridículo y decir, entre bromas, como los payasos, lo que para la mayoría estaba prohibido. 
Pero ese tipo de artista ya había pasado a mejor vida, a pesar de la palangana, y a Cela su apuesta seria le salió bien: Mazurca para dos muertos ha quedado como su última gran novela, lo cual, si tenemos en cuenta lo que vino después (Cristo versus Arizona, El asesinato del perdedor, La cruz de San Andrés, incluso Madera de Boj) no resulta muy descabellado, sobre todo porque todas las novelas que siguieron no eran exactamente novelas sino un modo de escribir. 
Hay un par de chismes que explican cómo era esa forma de escribir. Todavía andará por algún baúl el trabajo que hice yo aquel año en la asignatura de Literatura del Renacimiento, una comparación de La lozana andaluza con esta Mazurca. Entonces, joven y temerario, usé el término compilación para explicar la estética de Francisco Delicado y la de Cela. Ambos procedían por acumulación de elementos heterogéneos que se iban sucediendo en una ambientación in crescendo en la que la historia, más que leerse, se deducía. Quizá sea la primera novela panorámica española, y tanto la estructura como, sobre todo, el ambiente puteril eran muy cercanos al autor. Cuando Cela decía que hasta que no terminaba con una palabra no pasaba a la siguiente no hacía sino describir exactamente su método de trabajo.
Al poco de darle el Nóbel, su hijo, Cela Conde, escribió el, a mi juicio, mejor libro de crítica literaria sobre su padre, al menos el más esclarecedor, a pesar del recorrido mercantil que se le dio. Allí contaba, por ejemplo, cómo escribió San Camilo. Terminó una primera versión y se la dio a leer a su hijo, quien le reprochó que fuera otra más de las historias que hilaba sin querer, algo parecido a Los viejos amigos, un escribir por escribir, gracioso, lozano, castizo, pero poco más. Cela se mosqueó con él pero le hizo caso y la volvió a escribir. Entonces añadió la implacable segunda persona y una potencia verbal sin contemplaciones, acaso la primera purga de su corazón que escribiera, y el resultado es una de sus obras maestras. 
Pero Cela se vengó y obligó a su hijo a ordenar el manuscrito. Cuenta Cela Conde que lo que encontró en su escritorio era delirante. Había frases escritas en papeles de fumar, en facturas de restaurante, en etiquetas de pantalones. Por allí por donde iba, cuando se oía a sí mismo una frase con la suficiente fuerza, la escribía, de modo que la redacción debió de consistir en un ordenar frases previamente escritas e ir alicatando páginas con ese portentoso castellano.
Mazurca para dos muertos en un intento de conciliar lo que en San Camilo era incompatible: el ameno parloteo de la mayoría de sus libros, un ir uniendo frases con guasa, muchas de ellas llenas de nombres y apellidos, de palabra sin significado, hermosas por sí mismas, y diálogos de bárbara resignación; y por otra parte la crudeza bestial con que lo cuenta todo, la urgencia inculpatoria y pesimista, el instinto y el resentimiento, el sexo burdo, tabernario, todo con el barniz lluvioso de un castellano empedrado de galleguismos. El asunto, la novela, una historia de venganza colectiva, de “ley del monte”, desde que matan a Lázaro Codesal, de quien tampoco se dice mucho, hasta que matan a Fabián Minguela, el uno en el 36, el otro en el 39, es algo que habría dado como mucho para un cuento breve, por mucho que Cela dijera que le había llevado “más de cien folios” escribir el argumento. Es lo único malo de la novela, querer que tenga un argumento, que no sea lo que es y se le añadan discursos explicativos.
Pero da igual. Cela tiene un paquetito de fichas sobre conjuros galegos, otro sobre historias de putas, otro sobre la lluvia, otro sobre la geografía de Orense, otro sobre sus recuerdos de la guerra, otro de nombres y apellidos, y escribe con la cabeza erguida, mirando la ficha que le toca como un funcionario de aduanas, asignándole un sitio, puliéndola, encajándola. Eso puede durar diez o mil páginas, o hasta que se canse, hasta que llegue a las doscientas páginas o se haya remansado la tensión que, como ya hiciera en La Colmena, se eleva en el penúltimo tramo del libro, entonces con el sexo nocturno de los personajes, y ahora, además, con el caos de la guerra. Descontando la autopsia minuciosa y los falsos lobos, el asesinato de Fabián Minguela, devorado por los mastines de Tanis Perello, es el único relato del libro entero, y dura un par de páginas.
Hace poco leí unas elogiosas palabras de Fernández Mallo sobre esta novela, en un prólogo a una edición conmemorativa del centenario. Dice allí que la Mazurca es una red en la que todo casa y provoca en el lector la fascinación de lo que tiene un orden oculto del que solo percibimos una impresión abrumadora. Algo así. Me alegro de que los vanguardistas de ahora no despachen a Cela como lo han despachado tantos cantamañanas. Yo me sigo quedando con el lenguaje. Salvo en los discursos de Robín Lebozán, metidos de matute, no hay una sola frase en todo el libro que no sea castellano oral, música para escuchar, o para haber escuchado, y no en las altas mansiones sino en las humildes chozas. El ritmo al hablar nos suena porque está compuesto de frases (unidades léxicas, ejem) diseñadas por el habla popular, rebosantes de sabiduría elemental, irónicas, desalentadoras, tiernas, salvajes. Cela coloca las palabras para que no vayan demasiado rápidas pero tampoco se tropiecen, como un bajo continuo, como una lluvia, y si la historia entera no nos dice nada, cada una de sus líneas es un regreso al rico hablar.
Cela lo tiene mal, a pesar de Fernández Mallo. Su “prosa macho” (Umbral) ahora es anatema. Se empeñó en ser famoso a base de provocación chotuna, y en las generaciones nuevas, tan simples, ese recuerdo es suficiente para olvidarlo. Pero si alguien quiere hacer un estudio científico serio sobre cómo ha sido el castellano real del siglo XX, si no analiza esta novela con un microscopio es como si no hubiera hecho nada. Yo sigo dando a leer páginas del Viaje a la Alcarria, y recorro el San Camilo como quien se toma un reconstituyente, alguien que me recuerde que, si te gusta escribir, lo primero es escuchar.

Camilo José Cela, Mazurca para dos muertos, Seix-Barral, 1983, 266 páginas.

18.6.17

En la muerte de un torero


Hace poco menos que un año escribí una bernardina sobre la muerte del torero Víctor Barrio. Ayer me acosté con la noticia de que un toro de Baltasar Ibán había matado en una plaza del sur de Francia al torero vasco Iván Fandiño. No voy a escribir un obituario. Todos los periódicos han recordado las gestas históricas de Fandiño, su encierro con seis ganaderías duras en Las Ventas, o el hecho, también histórico, de ser un torero vasco. En ambos casos fue un detalle imprevisto, a Barrio lo descubrió una volada de aire, y a Fandiño un tropezón, y a Fandiño, como dije entonces a propósito de Barrio, no lo ha matado un toro cualquiera.
Esta vez los cronistas han hecho justicia con el torero, y el público y la profesión lo despedirán, es de suponer, con el respeto que se ganó en la plaza. Y esta vez, cómo no, los gusanos de internet se han vuelto a cebar con el cadáver. Aquí he escrito bastante sobre tauromaquia, pero siempre he evitado lidiar con los prohibicionistas. De unos años a esta parte resultó evidente que los toros estaban en su último tercio: la gente les da la espalda en aras de una humanidad que luego se manifiesta con todo su horror en esos comentarios biliosos de las redes. Hemos aprendido a mirar a los ojos a los animales, y muchos han abrazado una especie de jansenismo hipócrita que si fuera consecuente les llevaría a ser como ese personaje de Phillip Roth, creo recordar que de Pastoral americana, que vivía con una mascarilla para no matar a los microbios. Qué tiene una mosca que no tenga un elefante, a ver.
Pero esta vez sí me apetece entrar al trapo. Por si alguien lo dudaba, la raza humana es una especie carnívora y depredadora. Comprendo que los veganos sientan repugnancia por la sangre, pero es ridículo que los otros sean tan poco consecuentes, y que hablen de la horrorosa muerte de un toro de cinco años mientras le hincan el diente a una chuleta de ternera que no llegó a cumplir los doce meses. Lo que, desde siempre, molestó a los antitaurinos es que esa muerte sea un espectáculo, que no se haga en un matadero con una pistola eléctrica, en el mejor de los casos, sin que lo vea nadie más que un operario con un mono blanco manchado de sangre y gafas de buceo por si le salpica. Ninguno de los pollos a la plancha que se comen en las dietas saludables ha tenido la menor oportunidad de matar a su pollero, ni siquiera de dar un paseo en su efímera existencia, ni de tumbarse al sol. Somos humanos y comemos carne picada, y lo demás es una mera cuestión estética.
Tiene razón Savater cuando dice que la gente se piensa que los animales son personas disfrazadas de animales, lo que no entiendo es que les parezca más digno morir en la fila del matadero que en una pelea en la que, si anda fino, se puede cargar a su matarife. El toro bravo es una creación del ser humano, como las hamburguesas, y no está probado que la feria de San Isidro genere más violencia que las chuletadas. Lo que molesta, lo que hiere es que alguien pague por verlo. No solo no lo quieren ver, sino sobre todo que nadie lo vea. Pueden estar comiéndose un solomillo delante de la crónica de sucesos, pero quien va a los toros es un salvaje.
Durante años fui abonado de Las Ventas, bueno, realquilado, porque iba con el abono de un amigo a la andanada del 8. Luego me aparté, no tanto porque empezase a estar mal visto sino porque la fiesta era cada día más injusta, y toreros como Iván Fandiño podían lidiar la corrida más dura de la historia pero luego no los contrataban en carteles de triunfo previo. La fauna que rodea la tauromaquia, los taurinos, son gente de la peor especie, y yo uno de esos aficionados que aprendió de toros yendo a la plaza y leyendo después la crónica del maestro Joaquín Vidal. A Vidal lo odiaban los taurinos, era un gran escritor y quizás el principal responsable de que la tauromaquia resucitara también para la izquierda después de los años negros. En los 80 y 90 éramos muchos los aficionados transversales, individuos que jamás habían visto incompatibilidad entre la estética y la ideología, que admiraban a toreros como Barrio o Fandiño, como Luis de Pauloba, como Esplá, pero también se nos caía la baba con “Romero y Paula”, que cantó Enrique Morente. Leíamos a don Antonio Machado y a su hermano Manuel, y no nos parecía raro. Disfrutábamos de las columnas de Vicent y nos bebíamos las de Vidal. Y no éramos más sanguinarios, y acariciábamos al perro al volver a casa, y vivimos tardes de emoción. Ese tipo de aficionado cristalizó en el más grande torero de nuestra época, José Tomás, detrás de quien, como sucedió en Barcelona, se van cerrando ya las puertas de las plazas.
El único efecto que me hacen los anónimos necrófagos es que me dan más ganas de volver a los toros. A ver si este año traen a Teruel una corrida dura, hombre, y si no siempre quedará Las Ventas, o Francia, en cuyas plazas no se admiten corridas adulteradas, ni el mangoneo de los taurinos, ni el pavoneo de los que siempre van a mesa puesta por la vida, y donde no proliferan los gusanos. Allí a la gente le da un poco lo mismo el oropel, ellos quieren toros bravos, de Ibán, de Miura, de Victorino, de Adolfo, de Escolar, y a los toreros grandes como Iván Fandiño. Brindo por ellos con un vaso de vino y una tapa de jamón, de un cerdo que también anduvo a sus anchas por la dehesa pero que luego no se pudo defender. Eso sí, nadie lo vio cuando lo estaban matando.