27.9.17

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Por un autor querido uno hace cualquier cosa, incluso leer la última novela de Paul Auster, mil páginas atestadas de largas y veloces frases en las que rara vez nos cuenta algo que no nos haya contado ya. Si has leído A salto de mata, su autobiografía (una de ellas), y el trato que da a las relaciones personales a partir, sobre todo, de Brooklyn Follies, es muy raro que algo de este libro te sorprenda. Quizá lo sorprendente es lo otro, que no aparezca el Auster ingenioso, como si se hubiese obligado a sí mismo a evitar en la medida de lo posible el recurso del azar y de los acontecimientos extraños, y se hubiese dedicado durante siete años al horror vacui, a ser un Mr. Doodle de los datos precisos, un poco lo que le pasaba a Muñoz Molina en ese soporífero libro que es Ventanas de Nueva York o algo así. 
La exhaustividad va pareja con la prosa, pero más de una vez da la sensación de que es una especie de cemento que va echando a los empalmes para que la frase no le salga un poco alicorta, alas de albatros en concinnitas forzada. Es el ritmo proceloso lo que lo contamina todo, incluso la insistencia en el plano general, la narración de hechos, mucho más que de escenas, que es donde una imaginación como la de Auster suele jugar con virtuosismo. No aquí, desde luego.
Por lo demás, el proyecto hace aguas porque no ha contado con las costumbres de un lector corriente, el mismo que se ha bebido toda su obra anterior. Auster cuenta cuatro versiones (pronto tres) de una misma vida, desde la edad de los primeros recuerdos hasta los veintipocos años, la suya, encarnada en un tal Ferguson que siempre nos mira como en aquella foto de solapa de la Trilogía de Nueva York que publicó la editorial Júcar, antes de que Anagrama lo desparramara entre nosotros. El problema es que, por más que las cuatro vidas están convenientemente señalizadas y al principio de cada sección se hace un resumen del episodio anterior, contado tres capítulos atrás, de inmediato uno se agarra a la única figura que ha ideado para las cuatro versiones, de modo que todo resulta ser un inventario de episodios de la misma historia en la que el protagonista es unas veces rico y otras pobre, unas muy afortunado en amores y otras un auténtico desastre, ahora vive su padre y ahora no, ahora su madre es viuda y ahora divorciada o recién casada, y uno acaba preguntándose si no sería mejor leer las cuatro historias por separado e ir saltando de sección en sección, aunque en ese caso, me temo, cada una de esas vidas no tendría la suficiente consistencia narrativa. En las series de televisión siempre se cuentan varias historias al mismo tiempo pero cada una de ellas por separado es algo esquemático y demasiado simple, y aquí sucede algo parecido, con el agravante de que los protagonistas son los mismos, lo que podría conducir a un lío que el lector corriente resuelve prescindiento de la excusa argumental, como si todo fuera una y la misma historia, que en el fondo lo es. 
Auster es un escritor estupendo y aun en un proyecto tan árido como este su prosa resulta igual de estimulante y adictiva que en cualquiera de sus magníficas novelas, pero el empeño de engordarlo todo, de multiplicarlo todo por cuatro y emplear cuatro adjetivos en vez de uno y dar dieciséis minuciosos detalles en vez de las cuatro pinceladas imprescindibles, a los pocos cientos de páginas resulta forzado, sobre todo cuando las yuxtaposiciones y coordinaciones ya se le han agotado antes de que la frase descienda, y entonces añade la fórmula y cómo o y cuánto, con lo que la frase ya puede prolongarse unas cuantas líneas y llenarse de detalles innecesarios. Cita, entre los cuatrocientos libros que se nombran (una excelente lista de lectura, por otra parte), el Mímesis de Auerbach, grandioso libro donde se enseña que la impresión de realidad suele reducirse muchas veces a un detalle, que es lo que siempre ha hecho Auster estupendamente, y que la inflación de materia real suele desdibujar la verdad de lo narrado. 
Pero había que escribir una novela de mil páginas como fuera, sobre todo si se trata de un escritor norteamericano, Ford, Irving, Wolf, Gurganus y muchos otros cuyas novelas me han gustado a pesar de que las encontraba casi siempre sobrecargadas, como si para escribir una novela tan larga fuera necesario estirar el argumento de una breve y rellenarlo de meticuloso realismo. Lo que pasa es que luego uno ha leído también Guerra y paz, donde no sobra una coma y el ritmo es exactamente el que necesita un lector para vivir dentro de la historia. Leyendo 4321, en uno de esos pasajes repetitivos, previsibles o ambas cosas, atiborrados de nombres de lugares, me preguntaba qué habría pasado si Auster se hubiera limitado a escribir cuatro novelas, una para cada edad del protagonista, con la obligación de que cada una por separado fuera tan interesante como unida a las otras tres. Pero luego te encuentras en la página quinientos y pico a Ferguson metido en un ascensor a oscuras y piensas que es el momento de los viajes mentales, pero no, es tan solo el momento de estar meándose, contado cuatro veces, en la cuatro veces densa oscuridad.
Se salvan algunos episodios, las historias entre Beckett y El gordo y el flaco, sobre todo la de los zapatos, insertada cervantinamente, y alguno dramático que recuerda a viejas historias de El cuaderno rojo, y casi siempre los protagonizados por la madre de Ferguson/Auster, el mejor personaje de la novela, casi el único, porque Emy, la novia imposible, lleva una mochila de acontecimientos históricos que la empequeñece, y el padre de Ferguson, salvo en la buena primera historia, la del incendio de la fábrica, es un objeto irrelevante. El resto, con excepciones como la de Vivian, la mecenas de París, se mezclan y confunden entre ellos como las cuatro historias distintas o los miles de detalles intercambiables.
Lo mejor de la novela está a poco de empezar, el Ferguson niño, con el estilo delicioso del autor que traduce a términos muy serios la mirada simple del chaval. Luego he pensado que Auster quería, un poco joyceanamente, hacer crecer la prosa, complicar el punto de vista conforme fuese avanzando la edad, pero el caso es que esos primeros capítulos eran un hallazgo más que suficiente para cuajar en una espléndida novela. Luego la prosa se infla y la historia se deshincha, da la sensación de que Auster se sometió a una rutina cotidiana pero no destajó los días brillantes de los anodinos. La novela es como esos árboles sin podar que están llenos de hojarasca pero dan muy poco fruto. Y mira que lo siento.

Paul Auster, 4 3 2 1, Seix Barral, 2017, 957 p.