Cuando Javier Marías publicó Los enamoramientos, dijimos aquí que la novela naufragaba en el intento de estar contada en primera persona por una mujer. No había modo de creerse a esa mujer, o de no escuchar e imaginar a Marías todo el tiempo. El resultado fluctuaba entre lo inverosímil y lo cómico, era como escuchar un largo parlamento de Marías disfrazado de mujer pero sin molestarse mucho en, al menos, atiplar la voz. Y puesto que la prosa sinusoide de Marías tiene mucho de masculina, sus alardes de cláusulas hipotéticas encadenadas, tan agradables de leer, estaban llenos de palabras y vacíos de realidad. No digo realismo. Digo realidad.
La siguiente novela me gustó mucho más, era un poco más gamberra, pasaban más cosas y no trataba de desdoblar al autor y la narrador, y mucho menos a la narradora. Algunos personajes tenían mucho cartón, pero entonces resultaban coherentes con el tipo de pieza que se nos ofrecía. Y pasabas un buen rato, que es lo principal.
Con Berta Isla Marías ha vuelto a la voz femenina y se nota, al menos, bastante, al principio, y después en ciertos límites sintácticos que el autor da la impresión de que se impone en aras de la verosimilitud. La faena resulta mucho más aseada que en Los enamoramientos, pero también hay muchas páginas en las que, por boca de la narradora, es el autor de carne y hueso quien nos habla, como si se le fuera la mano encandilado por el reencuentro con su prosa de siempre. Y, más en este caso que otras veces, quizá por sus ocupaciones académicas, esa prosa está barnizada con un atildamiento casi cómico, como si, en vez de ser Marías en persona quien habla en vez de la atribulada narradora, fuese la encarnación de Miranda Podadera, con sus se lo extraños y correctos, sus plural y singular meticulosos, sus diálogos redichos, como dictados, y, en fin, un cuidado de la lengua que se interpone en la veracidad del cuadro. No digo que haya que escribir de modo incorrecto, sino que a veces, para mantener cierto necesario grado de transparencia, es preferible optar por otras soluciones menos ortodoxas, o más corrientes.
Pero, aparte de eso, que a fin de cuentas va en gustos, el problema de esta novela, como apuntó Marcelo en su reseña, es que son dos novelas. La primera es rápida y activa, y un poco desmadrada. Da la impresión de que cuando Marías tiene que imaginar muchas escenas diferentes, cuando decide recurrir al ritmo intenso y sostenido, la imaginación le sale por peteneras. Esto de que una mujer vaya huyendo de un esbirro de Franco a caballo y de un portal salga la mano de un banderillero que la rescata y luego se la tira, a finales de la década de los 60, es un poco, digamos, arriesgado, más incluso que la historia del español que se está tirando en Londres a la amante de un ministro y le echan el muerto encima (de momento) y luego lo hacen espía del MI6.
Utilizo el grosero verbo 'tirar' deliberadamente. El otro día, no me acuerdo dónde, leí una entrevista a una mujer de aspecto, actitudes y palabras muy feministas decir que Berta Isla era la mejor novela de Marías. A mí Berta Isla me recuerda a aquellas muchachas que defendían una libertad a lo Cernuda, la de estar presas en alguien, que flirteaban mucho con los pretendientes cultos y respetuosos pero solían acabar en manos de un picador con patillas de hacha, con una actitud pasiva y anuente ante el sátiro que me desconcertaba. En cierta ocasión se afeó a Almudena Grandes (a quien últimamente sigo con creciente simpatía) que bromease con las monjas de cuando la guerra que tenían la oportunidad de disfrutar del cuerpo sudoroso de un miliciano. Ella estaría pensando en La monja gitana, pero la Sección de Moral Inquebrantable la acusó de apología de la violación y no sé de cuántas cosas más. Y no, no era para tanto. Lo interesante era otra cosa: el hecho de que algunas mujeres cultas vean en las actitudes no violentas pero sí expeditivas, no intimidatorias pero sí primarias, en los donjuanes sin reparos, machos con olor a macho, un derecho que reafirma la libertad de la mujer.
No quiero meterme en jardines. El caso es que Berta Isla es pasiva, y que casi todo hombre que pasa en estas páginas por delante de ella se la acaba tirando: nunca es ella la que persigue o decide, la que rodea o seduce, para decirlo en los machacones términos bimembres de Marías, sino aquella a quien de pronto se la coge de la mano y ella sigue pastueña las indicaciones de su amante. A mí ese tipo de mujeres me parecen tontas, lo siento, y es difícil que me entusiasme con una narradora de dictado escolar que no hace nunca nada, salvo esperar o temer o intentar tímida e infructuosamente que suceda algo.
Porque, después de la historia de espías que nos prometía el autor al principio, la novela se empantana en una inacción pleonástica desesperante. Todo está repetido, a veces sin solución de continuidad. Los materiales de documentación aparecen todos juntos en un puñado de páginas, como si esa tarde se hubiese leído el autor un libro sobre la Guerra de las Malvinas para decorar la historia, o hubiese estado mirando un vídeo del sacerdote Alec Reid dando la extremaunción a un cabo del ejército británico linchado hasta la muerte, aunque Marías debería estar alerta con estas cosas y saber que la literatura seria de hoy tiene la obligación de documentarse fuera de la red, al menos si el autor es célebre por ignorar ostentosamente su existencia, y por supuesto si no quiere parecer uno más de los wikieruditos que asolan el panorama.
Una novela, en fin, se salva porque está escrita. La idea puede estar artificialmente alargada, estirada como un chicle, pero, si su escritura nos atrapa, de inmediato dejamos de quejarnos. Lo malo es que Marías, al renunciar a su prosa subjuntiva por una parataxis más femenina, cobra licencia para que otros personajes hablen de un modo intolerable. Por ejemplo el macho Tupra, viejo conocido:
…Pero no especulará el resto de su vida, se lo aseguro. Antes o después tendremos noticias, en un sentido o en otro. No lo averiguaremos todo, sí lo bastante. Y Tom puede entrar por esa puerta mañana, eso no está excluido. También puede no volver a verlo, ya se lo he dicho. (p. 350)
No es raro que le pasen estas cosas, porque Marías se duerme en la suerte más que nunca. Si la Odisea no le dedicó más que los versos imprescindibles a Penélope (y aun así nos dejó una imagen ambigua o directamente antipática, cuya incapacidad de reconocer a su marido, por cierto, Marías utilizó en la escena del coche de Mañana en la batalla piensa en mí), por algo sería. La actitud de Penélope no puede ser tan poco variada, tan, digamos, esclerótica. Tiene, por lo menos, que dudar, pero no estar sentada junto al teléfono, porque al final todo parece un es que no me llama que suena a chiste.
Cuando Marías vuelve al protagonista, al marido esfumado, después de trescientas y pico páginas de conjeturas aburridas, siempre las mismas, más aparentes que profundas y, en general, de poca sustancia, en la voz poco creíble de una poco creíble mujer, regresa la novela del principio, la del joven madrileño que se mete en el MI6, pero cuando ya no sucede nada interesante, cuando todo lo que Marías tenía que habernos contado ya ha sucedido. En vez de la novela de espías que nos enseñó al principio, nos hemos tenido que tragar las tediosas y algo ñoñas reflexiones de Berta, como cuando el macho está viendo en la televisión un partido de fútbol y llega su pareja y pone un reportaje sobre arte conceptual que el marido aguanta hasta los mismos títulos de crédito, y solo cuando ha terminado vuelve a los últimos minutos del partido, cuando ya no hay nada que rascar, ya se ha terminado la emoción, el interés y la alegría, y el público empieza a abandonar sus localidades. Lo digo porque sé que a Marías le gusta el fútbol.
Hasta en eso creo que la novela es machista sin querer. No hay ninguna mujer en la novela que haga nada interesante, como si el tópico ese de preocuparse por las cosas menudas, por los detalles y los sentimientos excluyera por completo el interés, como sin duda piensan, por otra parte, los escritores de novelas de espías. ¿En qué quedamos, Marías? ¿Fútbol o La 2?
Una novela es una, no dos. Los ensamblajes me gustan siempre y cuando funcionen de modo autónomo, algo que me martirizó en la tediosa última novela de Auster, en la que por separado nada tenía la gracia suficiente. En el caso de Berta Isla, la historia del espía está salvajemente mutilada (Ulises podría no haber contado lo que le pasó con Polifemo, o con Calipso, o con los lestrigones, porque no es algo que se narre sino que él en persona rememora, o se inventa), y la de Penélope no tiene los dobleces de la vida misma, el hecho de ansiar la llegada pero sacar provecho de la espera, sin esa languidez de niña pija tan poco estimulante.
Ni siquiera en el zurcido final (una anagnórisis tan inverosímil como la novela entera, encima en un sitio tan tópico y siniestro como el museo de Madame Toussauds) se aviene a contar sino a perorar sobre lo no contado, si acaso resumido. Pero lo difícil, lo interesante y lo arriesgado era contarlo, mucho más que practicar la poesía pleonástica, que alicatar de citas el final o recamarlo de autorreferencias. Había que contar. Había una escena dramática, la del reencuentro, que sacar adelante. Berta Isla tenía que participar, pero ni ella actúa ni su antagonista sale de su sombra. Se habla mucho en la novela de las vidas usurpadas, pero qué hay de las historias, de los cuentos usurpados, que es, en una novela, lo único que de veras cuenta.
Javier Marías, Berta Isla, Alfaguara, 2017, 544 p.
Mi percepción de esta novela se me ha desbaratado algo después de leer este comentario pero también me ha mostrado otra visión, bien acerada y atinada por cierto, que no puedo dejar de compartir, bien que me pese.
ResponderEliminarDespués de esta acerada y atinada crítica, mi percepción de la novela se ha desbaratado algo pero se agradece la justa desmitificación de la obra, mal que me pese.
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