En los dos últimos años, Nocturna ha editado dos novelas de Dickens, La tienda de antigüedades y Nicholas Nikleby, que hasta ahora uno tenía en las ediciones de Edaf y Montesinos, respectivamente, ambas impresas en letra microscópica. Como todavía me resisto a leer con lupa, ha sido un placer encontrarse a la pequeña Nell en un libraco de letra clara y agradable, con tapa dura y bien cosido.
El detalle no es moco de pavo, porque la fortuna de Dickens en España depende demasiado de los vicios editoriales. Oliver Twist y David Copperfield han merecido ediciones mejores, incluso de bolsillo, pero en las otras trece novelas mayores no siempre casa el primor editorial con una buena traducción. La edición de Dombey e hijo, por ejemplo, que publicó Ediciones del Azar es, en palabras de Guelbenzu, "un tanto descuidada", por decirlo finamente, y tengo una de Grandes esperanzas de Cátedra que parece escrita en un palillo. Las piezas que editó Montesinos, desde Casa desolada a Martin Chuzzlewit, o la misma Nicholas Nikleby, son buenas traducciones en un envoltorio demasiado sobrio y con una letra demasiado menuda.
Otras veces la edición es aceptable pero la traducción lo entristece todo. Recuerdo la alegría que me dio que Espasa-Calpe reeditara Nuestro amigo común, y lo pesada que era la traducción. A Dickens hay que leerlo a velocidad de viaje, no de procesión, algo que sí ocurre con las estupendas versiones de Moreno Carrillo que publica Nocturna. Hasta ahora, solo había tenido esa sensación con la que González Férriz escribió de Barnaby Rudge, en estupenda edición de Belacqua.
En cualquier caso, leer a Dickens cosido, no pegado, en buen papel y con tipografía clara, y en traducciones que rindan tributo al original, sigue siendo una buena noticia, en este caso doble (o triple, porque Nocturna también ha editado el Cuento de Navidad, mucho más accesible). Yo empecé por La tienda de antigüedades y he quedado tan satisfecho que en cuanto termine esta nota de lectura emprenderé la de Nicholas Nickleby.
Porque uno disfruta de la situación Dickens, en lo físico y en lo mental: en lo uno porque el acto de leer un novelón de Dickens requiere un mobiliario adecuado, como mínimo un sillón junto al fuego. Es como esos que se visten de gato cuando estrenan una entrega de su saga favorita, un frikismo divertido, y afortunadamente privado, porque uno no lleva espadas de neón sino gafas de alambre. Uno necesita estar escuchando a Charles Dickens como acaso lo escucharon a él en las conferencias que daba o al vecino en las sesiones de lectura que se organizaban en los pubs, en los que uno leía y los demás bebían cerveza y escuchaban. Su estilo es declamatorio, escribe para ser dicho en voz alta, pero en vez de utilizar los largos periodos para la pompa florida y la digresión gratuita, los llena de detalles, de sutilezas, y cuando se da el gusto de entregarse a la retórica, como hacía Cervantes, lo hace con buen humor. La densidad argumental de sus capítulos es muy baja, pero nunca deja de pasar algo interesante, y nunca se mete en figuras que apelmacen el relato. Y, aun cuando más fantasioso parece, no deja de ser nunca escrupulosamente realista.
Porque uno disfruta de la situación Dickens, en lo físico y en lo mental: en lo uno porque el acto de leer un novelón de Dickens requiere un mobiliario adecuado, como mínimo un sillón junto al fuego. Es como esos que se visten de gato cuando estrenan una entrega de su saga favorita, un frikismo divertido, y afortunadamente privado, porque uno no lleva espadas de neón sino gafas de alambre. Uno necesita estar escuchando a Charles Dickens como acaso lo escucharon a él en las conferencias que daba o al vecino en las sesiones de lectura que se organizaban en los pubs, en los que uno leía y los demás bebían cerveza y escuchaban. Su estilo es declamatorio, escribe para ser dicho en voz alta, pero en vez de utilizar los largos periodos para la pompa florida y la digresión gratuita, los llena de detalles, de sutilezas, y cuando se da el gusto de entregarse a la retórica, como hacía Cervantes, lo hace con buen humor. La densidad argumental de sus capítulos es muy baja, pero nunca deja de pasar algo interesante, y nunca se mete en figuras que apelmacen el relato. Y, aun cuando más fantasioso parece, no deja de ser nunca escrupulosamente realista.
Quilp, por ejemplo, el enano diabólico de La tienda de antigüedades, está inspirado en un vendedor de mulas que vio Dickens en Bath, y por mucho que lo teatralice, que lo tenga siempre subido a las mesas como los monos, que lo haga dormir en una hamaca colgada del techo y que se ría como los malos de cuento, no deja de representar con fidelidad la miseria moral. Es un macaco sin corazón, y en el mundo de personajes verosímiles que le rodea no deja de ser también un comportamiento real en un cuerpo posible. La exageración nunca se acaba de despegar del suelo. Todo es identificable.
La novela es famosa, quizá más que por lo buena que es, por la que se armó con su publicación seriada. Todos hemos leído en alguna parte que los marineros preguntaban nada más atracar su barco por el último capítulo publicado, y que las campanas de Londres tocaron a muertos por la pobrecita Nell. Y no me extraña: la muerte de Nell, contada desde la desesperación de su abuelo, anunciada varios cientos de páginas antes, decorada con ruinas de iglesias y jardines silenciosos, sume al lector en un viaje en el que cada árbol, cada piedra, nos va removiendo el sentimiento hasta que, cuando nos encontramos con el desenlace, estamos en la situación ideal para sentir no solo lo que sienten los personajes, sino lo que el público pudo pensar en 1840. Y es grande que una novela escrita cuando las brasas del romanticismo todavía crepitaban siga sacando una lágrima a nuestros espíritus resabiados. Supongo que eso es lo que llamamos un clásico: la novela que sigue provocando las mismas sensaciones y parecidas reflexiones casi dos siglos después de publicada.
Mi entusiasmo por La tienda de antigüedades se debe, claro, a mi afición por el folletín. Las normas son claras: en cada capítulo pasa algo (pero solo algo, nada más que un algo) y queda algo por pasar. Cuando esa expectativa es firme, otro personaje toma las riendas durante varios capítulos. El juego de la presencia y la ausencia viene de la novela griega, aquellas separaciones injustas que nos hacen vivir con un personaje pero no apartar del otro el pensamiento. En este caso, es Kit, el muchacho pobre y honrado, el que se separa de su amiga Nell, una niña todavía, razón por la que Dickens necesite al muy secundario personaje de Barbara, con quien Kit, cómo no, se casará al final. Nell huye con su abuelo del malvado Quilp, el Mefistófeles que ha vuelto loco a su abuelo y lo ha convertido en un jugador patético. Huyen por caminos llenos de barro, entre impresionantes descripciones y personajes pintorescos: los titiriteros, muy cervantinos, o la compañía de figuras de cera (cuánto me he acordado del Chipitegui barojiano), gente libre que al lector biempensante de entonces —y de ahora— les podrían parecer, como mínimo, sospechosas, pero Dickens, como haría en Hard Times con el circo ambulante, siente cariño por ellos y los hace buenas personas; sus malvados son siempre sedentarios, tahúres de colmillo retorcido que captan al abuelo y, de paso, van minando la resistencia física de la pobre niña.
Nell es buena sin llegar a tonta. Entrega las cuatro perras a su abuelo para que se las pula en una timba pero sabe poner freno a fuerza de sacrificio, y se desuella los pies descalzos en una huida hacia la tranquilidad, que en su caso es también hacia la muerte. Nell es una santa en el sentido más terrenal del término: las acciones de los otros no afectan a sus sentimientos, y acepta los vicios de su abuelo con una esperanza de redención. Es santa porque se sacrifica para redimir, y porque no lo hace por obligación sino por tendencia natural. Ella y Kit forman la pareja de niños inocentes, la integridad de una moral acosada por maleantes, en el caso de Nell, o por la falta de justicia en el de Kit. Con el chico, el recurso resultón de la confesión extraída cuando ya han condenado al inocente, los últimos momentos de prisas y carreras por los pasillos de la justicia, el reencuentro con la madre, etc., es un concierto de violines que si es melodramático es porque se aparta bondadosamente de la realidad, y crítico porque el mundo de los abogados queda como suele quedar en las novelas de Dickens, hecho un trapo. Nell, en cambio, lleva su sacrificio hasta el final, hasta la redención general, y la ayudan en su camino algunos arcángeles por los que Dickens siempre siente simpatía: además de los titiriteros, los maestros, el maestro de aldea, al que se nos presenta primero como un hombre débil en el 2º de la ESO de aquella época, pero luego, como si su bondad le concediera poderes especiales, es el que proporciona a Nell y a su abuelo un hogar después del larguísimo calvario. Ese abuelo del final, que nos trae a la memoria al doctor Manette de Historia de dos ciudades, es rehabilitado y al mismo tiempo condenado a ser consciente de que suya es la culpa de aquella muerte. El abuelo muere porque su tragedia es insoportable, absuelto de sus pecados y roto de arrepentimiento.
Este es el lado trágico de la novela, una de las vías de entretenimiento. En ella Dickens se demora y nos ofrece una porción de estampas poderosas. El cuadro de la ciudad costera en la que se pierden abuelo y nieta, ese bajar al infierno de los cíclopes, con aquel fantasma de trabajador que ya no puede dejar de contemplar el fuego, las brumas, el frío y la miseria, mendigos en un mundo de hambrientos y desesperados; el Dickens descriptivo, sin perder jamás el brío de su alocución, llega bastante más lejos que los grabados que ilustraban sus entregas, es literatura imaginada como pintura, adiestrada en la fragua de los clásicos.
El otro lado, el de Kit, es el lado satírico de la novela, el más teatral. Los personajes ya se parecen más a las ilustraciones y la voluntad cómica es constante, bien con ese regodeo retórico con los que antiguamente la gente practicaba la ironía, bien con unos personajes afantochados que practican un humor de tartazos y representan una danza contra estados, cada uno un tipo despreciable, distinto y lamentablemente real. Dickens empieza con ellos la historia, y al lector moderno le hace moverse en el asiento la idea de que todo vaya a transcurrir con un suelo lleno de peladuras de plátano y personajes tan exagerados que nos suenan a humor pasado de rosca. Sweiveiler es un vago de tomo y lomo, atento a cualquier sablazo, un dandy que navega por sus vicios; Quilp, un sujeto repulsivo, siempre dando palos a la gente como los malos de las marionetas; los hermanos Brass, picapleitos sin escrúpulos, crueles y amargados, sádicos con la criada y serviles con el cliente. Ellos son quienes mantienen el sarcasmo, y nosotros los vemos junto a ese otro elenco de buena gente que va sufriendo sus excesos, Kit a la cabeza, pero también ese matrimonio venerable, aquí los Garland, que Dickens siempre mete en sus primeras novelas, como hados buenos de los personajes descarriados, gente de bien que en un momento dado puede vestirse de deus ex machina.
Pero Dickens, sobre todo si está tan bien traducido, engancha enseguida. No se necesitan ni veinte páginas para cruzar las piernas y estirar un poco la sonrisa. Las escenas son más premiosas cuanto más cómicas, pero siempre hay una latencia, un no excederse, y un placer independiente del impulso argumental, el de la escena por sí misma. En todo caso, también aquí funciona la rehabilitación. Dickens comparte con los grandes novelistas europeos la idea de que la redención de un personaje da siempre mucho vuelo a una novela. Es el caso de Swiveller, el cantamañanas que al principio, y hasta bien entrada la novela, nos pareció un miserable más. Incluso supusimos que era él quien, no llevado por su estupidez sino por su mala idea, había delatado falsamente a Kit con el asunto del billete de cinco libras guardado en un sombrero. Aquí Dickens es muy hábil, y en todo ese episodio, magnífico, escamotea los datos precisos para que todo tenga más interés en su transcurso y produzca más agradable sorpresa en su final. A Swiveller lo redime la marquesa, una criada pobre que lo salva de la muerte y de la indignidad, y, después de una catarsis febril en toda regla, nos termina cayendo hasta simpático.
Los dos caminos, tras un precioso viaje en coche de caballos hasta el fin de la noche, se juntan en el célebre, hermosísimo final de la muerte de Nell, tan bien escrito y planteado que irrita pensar en que se lo suela motejar de melodramático. El melodrama solo llega a las lágrimas, en todo caso, pero rara vez al corazón. Dickens no abusa de la musiquilla de violín, pero compone un réquiem impresionante.
Qué placer continuado. Qué delicia de prosa extendida, veloz, poética y mordaz, elevada y cercana. Creo que lo único que nos separa a veces de Dickens es, aparte de las malas traducciones, su excesivo éxito, el hecho de que ciertos recursos narrativos suyos se hayan imitado tanto y durante tanto tiempo que casi los tengamos aborrecidos. En él, sin embargo, lucen tersos como el primer día.
Charles Dickens, La tienda de antigüedades, trad. de B. Moreno Carrillo, Salamanca, ed. Nocturna, 2017, 860 p.