¿Estaba Lúzaro, la Ítaca de Shanti Andía, en Motrico, como calculaba Julio Caro en su edición de la novela, o en Lequeitio, como minuciosamente argumenta Jon Juaristi en este ensayo, octavo de la colección Baroja & yo? Desde luego, la minuciosidad de Juaristi para encajar los nombres y los paisajes es una seria propuesta que raro será que no aparezca en las próximas ediciones comentadas de Las inquietudes de Shanti Andía. Buena parte del ensayo es un excelente artículo académico que cunde como el afecto. Juaristi, como yo, leyó el Shanti a los diez años, aunque mejor habría que decir, en ambos casos, fue leyendo, porque el primer libro de un niño es un mar de palabras cuyo horizonte son más páginas escritas, y en el caso de que además se convierta en un símbolo familiar, también es una huella en los escudos que adornan el corazón, palabra hablada, historias narradas, como fue cuando el padre de Juaristi le leía el libro, o cuando el propio Juaristi se lo leyó a su hijo. Queda la esperanza ("¡Oh, gallardas arboladuras…!") de que Shanti persista en su condición de acto, de rito iniciático en el pequeño mundo del amor a la literatura.
Digamos que es un estudio erudito y perspicaz, pero también una prueba escrita de hasta dónde llega el apego del autor hacia Pío Baroja, sin necesidad de manifestarlo con esa ramplonería que siempre acarrea casi toda explicitud. Es el valor de la écfrasis, la descripción minuciosa y detallada de algo, de la que aquí hemos hablado, por ejemplo, en las bernardinas sobre los bodegones de Sánchez Cotán. Igual que hay gente que no manifiesta sus sentimientos aparatosamente (y, sobre todo, desconfía de los que sí lo hacen) pero es capaz de demostrarlos en acciones silenciosas, la investigación de Juaristi sobre los lugares que pudo visitar Baroja para componer el cuadro de Lúzaro, en carro entonces, en coche mucho después, cuando recorriera la misma costa mientras escribía Los pilotos de altura, participa de la poética de don Pío en la medida en que manifiesta, y Juaristi lo recalca, su curiosidad por los lugares en términos proporcionales a las palabras que utiliza para describirlos. Es una hermosa actitud robinsoniana, la lírica del inventario, la emoción del recuento. Era el lado más poético de Baroja y un poeta como Juaristi no solo sabe apreciarlo sino, sobre todo, ponerlo en práctica.
Empiezo con Juaristi estas bernardinas dedicadas a la colección Baroja y yo porque el libro me ha gustado(como otros de los nueve publicados hasta ahora), pero sobre todo porque es, al margen de su contenido, un libro muy barojiano, un ensayo con un prólogo que arranca de la infancia, de aquellos estímulos emocionantes que nunca se terminan de describir, y porque se arropa de breves disquisiciones cultas y datos no usados, como debe ser (Baroja ya no admite reciclajes, solo se puede abordar su vida si se aportan datos nuevos, los otros ya nos los sabemos), que Juaristi ahueca entre almohadas de versos según le van viniendo a la memoria, algunas, como la del zorzico, en forma de brillante indagación. Y es barojiano porque sigue la norma de que un ensayo es el proceso del pensamiento, no su resultado. El profesor que imaginamos hurgando en las denominaciones de los pueblos es un Sorihuela (menos misántropo), el que, muy cerca del jardín de Echepare, antecedente del de Toscanelli que cita Juaristi, se hacía el antipático para que no le obligaran a perder el tiempo y así pudiera disfrutar de la libertad. E imaginamos un poco también a Julio Caro, que en cierto modo fue una creación mejorada de las fantasías de su tío, el que es capaz de vivir en un infinito pequeño mundo. Juaristi contiende respetuosamente con Julio Caro en el asunto Motrico/Lequeitio, pero al hacerlo a la manera barojiana convierte la objeción en homenaje.
La generación de Jon Juaristi, la que García Martín llamó La generación de los 80, conserva para siempre un gusto por la etiqueta, por el refinamiento, que unas veces se manifiesta en la delicadeza musical de la prosa y otras en bibliografías tan selectas como llamativas: Salaverría, Sánchez Mazas, Foxá, y también Blas de Otero o Savater, este último más bien de paso. Pero todos ellos gente que, prejuicios históricos aparte, siempre hemos considerado interesante, en mi caso a raíz de leer una buena novela, La vida nueva de Pedrito Andía, y una frase de Umbral en Leyenda del César Visionario sobre Agustín de Foxá. Las consideraciones estéticas o ideológicas que puedan sacarse de la bibliografía son, en todo caso, como el postre del ensayo. En su generación había otros (Luis Alberto de Cuenca, Trapiello, Villena…) que a base de rebuscar en el Rastro y en los palacetes habilitaron una especie de conservadurismo culto, un reducto en medio de la sordidez nacional-sindicalista que encontraba en el libro de Mainer, Falange y literatura, material que destajar, y que tenía su punto de contracorriente, por supuesto.
Todo lo cual no sé si es comparable con la actitud de Pío Baroja. No estaría mal una lectura de Salaverría a la luz de Baroja, sobre todo al principio, cuando formaba parte de aquello todavía no contaminado por la ideología que se llamó Regeneracionismo. Le daría para otro ensayo. En este, Juaristi nos lo ha sacado a pasear para teñirlo de azul, de ese azul de los arranchales vascos que tomó prestado Sánchez Mazas con sus mejores intenciones. Juaristi habla en el azul de los marineros, no en el otro, claro. Baroja le ha dado una oportunidad que él aprovechó bastantes veces, dejar que su prosa se meciese con los nombres de las cosas, las enumeraciones líricas, las descripciones detallistas, y en un espíritu, el de Shanti Andía, que es ese llenarse los pulmones de una emoción que cuando aflora va teñida de melancolía. Baroja, como aquí Juaristi, no solía definirlo. Lo mostraba, lo hacía.
Jon Juaristi, Los pequeños mundos, Ipso, 2018, 83 p.