Para sobrellevar estos calores he estado leyendo la Guerra de Jugurta, de Salustio, en traducción de 2018 a cargo de Juan Martos Fernández. Salustio nos ha dejado dos espléndidas tragedias narrativas, Catilina y Jugurta, aparte de una porción de fragmentos de sus Historias. Había aprendido en Tucídides (y en Polibio) que hay una historia de los hechos y una historia de los personajes. Los hechos se relatan, se cuentan, se inventarían (como antes de Salustio hicieron los analistas romanos), pero los personajes se pintan, se plantan en un conflicto trágico, y necesitan de una minuciosa descripción del entorno, es decir, de la Historia, para comprender su significado. Los hechos se cuentan en prosa de campaña, llana y llevadera, aprovechando las batallas para pintar hermosos frescos narrativos, y a los personajes se les escriben discursos hondos y complejos, y se les dedican estudios psicológicos para subrayar su grandeza o su patetismo.
Dice Polibio al principio de sus Historias que no se puede comprender lo sucedido solo con retratos parciales, porque al final no hay más que unos membra disiecta que el auditorio recompone con su imaginación. Es decir, que la historia no es tragedia, que la tragedia es particular y circunscrita a un personaje, que obvia el conjunto y distorsiona con su desproporción, y la historia es un sistema científico de causas y consecuencias. Naturalmente, los grandes historiadores, incluido Polibio, echaron mano de las dos. En la cultura clásica es muy importante el ideal del todo compuesto por partes singulares, de trabajar tanto la estructura como los excursus, de que la totalidad no merme la fuerza ni la calidad (ni la extensión) de los retratos parciales o los episodios.
Catilina y Jugurta son dos de las máximas expresiones de este modo de proceder. Por un lado exhiben la perfección del retrato trágico, pero por otro podrían encajar en una Historia de grandes proporciones. ¿No había empleado Heródoto un libro entero para hablar de Egipto en una gran Historia de las guerras entre griegos y persas? Claro que, si todo se contase con esas proporciones, con esa intensidad artística de lo particular, la obra sería interminable. Cornelio Tácito, tiempo después, demostró que no. Lo que conservamos de sus Anales cierra el círculo de la historiografía romana, pues nunca un inventario de acontecimientos llegó a tal extremo de perfección artística y con tantos espléndidos retratos parciales.
Al leer Jugurta, por ejemplo, es imposible no acordarse de Sejano, el valido de Tiberio al que Tácito pinta como enfermo de maldad, astuto, intrigante, retorcido, desconfiado, miserable y traicionero. Del otro del que me acordaba leyendo a Salustio era del cura Merino que pinta Baroja. Hace bien poco leí la biografía de Aviraneta y hay pasajes que parecen escritos por el mismo autor.
Lo bueno de este tipo de personajes es que invitan a un estudio de la corrupción moral, cómo al enfermar las entrañas se perturba la mente. Tras quedar abortada la trama del numidio Bomílcar contra el romano Metelo,
a partir de ese instante no tuvo Jugura ni un día ni una noche tranquila: no se sentía suficientemente seguro en ningún lugar ni con ninguna persona o en ningún momento, recelaba igualmente de sus conciudadanos y de los enemigos, escudriñaba todo y cualquier estrépito le causaba espanto, por las noches descansaba cada vez en un sitio diferente, muchas veces impropio de la dignidad real; de vez en cuando se despertaba alarmado y, empuñando las armas, formaba un escándalo: tan dominado estaba por el terror, como por una auténtica locura.
¿Cuántas veces no habremos leído o visto en el cine una escena parecida? Los ojos inyectados, el mirar ceñudo, la boca tensa, entreabierta, suspicaz, los movimientos de animal salvaje acorralado. El único problema que a un lector moderno le puede plantear es que la cosa se queda ahí. A un buen tramo del final resulta que Jugurta ha terminado con su papel trágico y queda en un segundo plano, siempre escondido tras las asperezas del paisaje (como Merino), siempre a la prudente distancia para que su presencia no desaparezca del todo, pero lejos del centro del escenario. Ahora son Mario, en nuevo cónsul, y Metelo, el patricio que lleva la primera parte de la guerra contra Jugurta, los que celebran un agón a distancia que es también un alarde de oratoria y una reflexión sobre las relaciones entre política y sociedad.
Porque, si los discursos de Metelo, más breves, más proporcionados, también más enjundiosos, se encajan en su muy profesional actuación, siempre algo soberbia pues se trata de un patricio, en cambio el único discurso de Mario, el hombre del pueblo, es largo y repetitivo, demagógico y machacón, siempre a vueltas con la idea de que él ha llegado a cónsul por sus propios medios, por su valor y por sus hazañas, y no como otros, es decir Metelo, por el capricho de un linaje. El argumento es bueno, pero su amplificación y reiteración casi literal es una manera que tiene Salustio de decir que con una sola verdad como esa, muchas veces repetida, es suficiente para convencer a una plebe servil. Ay, los antiguos.
La pieza se termina con la aparición de un tercer romano, Sila, de quien se anuncian los desastres pero se relatan con respeto y pulcritud sus aciertos en aquella guerra, cómo su inflexibilidad y también su astucia sirvieron para terminar con el asunto de Jugurta. Mario, a fin de cuentas, venció por casualidad, concretamente porque un ligur que llevaban de soldado salió por la noche y encontró unos caracoles, y tras ellos un punto estratégico desde donde sorprender al enemigo. La ironía por bandera.
Claro que el todo, la superestructura, la Historia, es el primer encuentro entre Mario y Sila, jefe y subordinado, posteriores protagonistas de la gran tragedia republicana, y la parte, que aquí ocupa casi toda la obra como una pieza separada, es el destino trágico de Jugurta, cuya desesperación lo difumina y banaliza, sobre todo cuando emergen esos grandes personajes que ya sabemos que son los auténticos protagonistas.
En todo caso, leer a Salustio en una buena traducción, su sintaxis bimembre reticular, tan precisa, tan equilibrada (por eso canta tanto el discurso de Mario), acaba resultando, en esta época de chicharrinas, incluso refrescante. A ver Catilina.
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