2018 está siendo un buen año para Carmen Baroja Nessi. Cuando Amparo Hurtado, hace dos décadas, editó en Tusquets los Recuerdos de una mujer de la generación del 98, muchos lectores descubrimos que eso de escribir bien era, definitivamente, una marca de fábrica de los Baroja. El libro tuvo mucho éxito, no sé si de ventas, pero sí, seguro, entre aquellos profesores que por las mañanas hablábamos en clase de su hermano Pío. Mi amiga Carmen Pacheco, feminista culta, me lo presentó como una delicia literaria, no como un manifiesto ni mucho menos como una curiosidad, pero también como una pieza importante para reconstruir no solo el mundo de los Baroja sino el de la mujer con intereses intelectuales a principios del siglo XX. El resultado, durante todos estos años, y por lo que a mí respecta, es que lo he visto leer con gusto a mucha lectora joven y desprejuiciada que también había sabido disfrutar de alguna novela de su hermano. Y también se instaló un tópico sobre Pío y Ricardo Baroja que pervive en su eterna duda: hasta dónde llegaba el «egoísmo» de sus hermanos, del que habla Carmen en esos recuerdos, o, mejor dicho, en qué medida ese pasaje de su obra era un resentimiento puntual, el desahogo del momento de escribirlo, o algo que marcó su vida.
Y eso que ya entonces la introducción de Amparo Hurtado al «egodocumento» ponía, nada más empezar, las cosas en su sitio. Carmen Baroja hubiese querido formar parte del mundo de sus hermanos, pero su madre, Carmen Nessi, «tenía otros planes más tradicionales para ella», consecuencia en general de la mentalidad de la época y en particular del «etxekoak» vasco, el clan familiar, para lo bueno y para lo malo. Para lo bueno, porque, al contrario que sus hermanos, pudo ver crecer a sus dos hijos (después de perder muy niños a otros dos), y para lo malo porque se vio sometida a una vida restringida que le aburría y le impedía desarrollarse plenamente como artista. A otra barojiana posterior, Carmen Laforet, le pasó algo parecido. Pero ambas dejaron huella de su paso.
Amparo Hurtado también llamaba entonces la atención sobre un detalle importante: el contagio de tifus que sufrió Carmen Baroja en 1903, y cómo el Pío Baroja que los lectores nos imaginamos entonces en expediciones nocturnas por el Madrid de los desposeídos o en interminables tertulias literarias con los emergentes figurones de la época, en realidad se ocupó «día y noche» de su hermana Carmen durante semanas, y pasó meses con ella en El Paular, en la sierra de Guadarrama, hasta su completo restablecimiento.
Aquel episodio sirvió a Carmen para entrar en contacto con otras mujeres cultas como ella que celebraban a sus Noras y a sus Electras y se sentían tan partícipes del desarrollo intelectual del país como los hombres que las acompañaban; entre ellos, por ejemplo, María Goyri y Ramón Menéndez Pidal. Durante los diez años siguientes, hasta cumplidos los 30, Carmen viajó a París con Pío y se arregló un taller de orfebrería en el estudio de Ricardo. Pero, desde 1913 hasta 1925, silencio. El marido de Carmen, Rafael Caro Raggio, sacó adelante la editorial con las obras, sobre todo, de los hermanos Baroja, desde 1917 hasta que en 1931 Pío firmó con Espasa-Calpe. Por aquel entonces el hijo mayor de Carmen, Julio, ya tenía 15 años, y viajaba con su tío a visitar los últimos paisajes del carlismo, o convivía, también por mediación de su tío, con los más importantes antropólogos vascos.
A partir del año 25 empiezan los dos episodios más memorables de la vida intelectual de Carmen Baroja: la compañía de teatro El mirlo blanco y el Lyceum Club Femenino, de los que Amparo Hurtado da una porción de detalles imprescindibles para una cabal reconstrucción de aquellos años. Por cierto, que habría que mirar lo que dice al respecto Rivas Chérif en sus memorias, él que fue testigo de primera mano de toda la época de El mirlo.
Aquella edición de los Recuerdos de una mujer del 98, que ya comentamos aquí, pronto se convirtió en imprescindible para cualquier canon crítico de la materia, y veinte años después Amparo Hurtado acaba de escribir un hermoso e importante ensayo, Hermana querida/Arreba maitea, que supongo que también titula en vasco por la misma razón por la que Julio Caro anunció a su hermano en vasco la muerte de Pío Baroja, por intimidad familiar. En este número 14 de la colección Baroja & yo Hurtado no solo trae al terreno personal, de lectora barojiana, aquella investigación en la vida de Carmen Baroja, sino que aporta y amplía puntos de vista muy interesantes, sobre todo el papel de Carmen en el surgimiento de la conciencia feminista en España, aunque también otros de índole muy menor que a los lectores de Pío Baroja sin embargo nos llaman la atención, por ejemplo la condición de modelo para el personaje de María Aracil que pudo tener Carmen.
Hurtado está de acuerdo con Mainer en esta conjetura. Yo no iría tan lejos. Sí la veo, en una edad más temprana, en la Margarita de El árbol de la ciencia, pero en la María de La ciudad de la niebla encuentro más bien una sublimación del ideal erótico de Pío Baroja, imposible de desligar de la mujer de acción, aunque obligada por las circunstancias, de La dama errante; es decir, una construcción mítica. Puestos a buscar modelos, ¿por qué no María de Maeztu?, a quien Hurtado dedica en este ensayo las páginas justas y necesarias para que lamentemos que, en aquella desbarrante propuesta de cambios en el nomenclátor madrileño, nadie incluyera la posibilidad de que el Instituto Ramiro de Maeztu se llamase, por fin, Instituto María de Maeztu. Pero, aun en el caso de que fuera Carmen el modelo de María Aracil en La ciudad de la niebla, ¿a qué atribuimos su relación con Natalia Léskov, a esa fraternidad femenina que invocaba María de Maeztu y que ahora, como dice Hurtado, llamamos sororidad, y queremos decir lo mismo; o bien tiene más que ver con la atracción que en más de un libro Pío Baroja mostró por el homoerotismo femenino? Cualquiera que hoy en día lea Laura (y tenemos una flamante y definitiva edición) y haya leído La ciudad de la niebla verá que las parejas María-Natalia y Laura-Mercedes invitan a pensar en ello, y a plantearse, entre otras cuestiones, la delicadeza con que las trata, la profunda comprensión de sus sentimientos, sobre todo si lo comparamos con su aversión hacia el homoerotismo masculino. No sé, no me imagino yo a Baroja poniendo a su hermana en esas circunstancias novelescas, ahora muy avanzadas (e, insisto, muy bien tratadas por Baroja), pero entonces solo carne de sicalipsis, al menos en España.
No deja de ser una discusión bizantina, en la que también habría que incluir, como hizo a principios de los 70 Francisco Bergasa, la posibilidad de que fuera un desdoblamiento del autor, es decir, su punto de vista encarnado en el de María, Laura o Sacha Savaroff. En lo que sí tiene razón Amparo Hurtado es en que Pío Baroja no pudo dejar de ver en Londres la eclosión del Lyceum Club de Constance Smedly, y a pesar de que a algunas de aquellas escritoras las considerase cacatúas, por los personajes femeninos de su novela londinense sí se divisa esa nueva mujer independiente y solidaria por la que Carmen Baroja lucharía desde su condición de artista y escritora.
Una parte importante de Hermana querida/Arreba maitea está dedicada a contextualizar con todo rigor este oasis de preguerra en el que se juntaban las mujeres de la época del 98 con las Sinsombrero del 27, desde su fundación inglesa y su transmisión por Europa hasta la importancia de María de Maeztu y del Lyceum de Madrid y, sobre todo, el papel protagonista que en él desempeñó Carmen Baroja. Incluso como guía bibliográfica para orientarse por aquel fenómeno, el libro de Hurtado es impecable, sobre todo porque aclara sin incriminar a nadie por sistema, en este caso a Pío Baroja, más allá de alguna que otra ironía. Al contrario, queda la imagen en el libro que siempre he considerado más certera: «…Carmen Baroja se diferenció de sus hermanos, particularmente de Pío Baroja que, a causa de su extremado individualismo, sentía rechazo ante cualquier propuesta comunitaria», pero eso no quita para que, como hace constar Hurtado, Pío Baroja asumiera siempre, aun en los peores momentos, el cuidado y la protección de su familia, particularmente de Carmen y de sus sobrinos, y fuera también, más o menos directamente, quien abriera a Carmen las puertas de una vocación intelectual que pudo desarrollar en varias facetas: la de etnógrafa (como su hijo), la de narradora (menos), o la de excelente articulista, como podemos comprobar ahora en la edición de sus colaboraciones en prensa que acaba de sacar su nieta, Carmen Caro Jaureguialzo.
He aprendido unas cuantas cosas sobre historia del feminismo en Hermana querida, y todo con fuentes de primera mano, con cosas nuevas que el barojiano atrapa y disfruta, pero ha habido dos momentos especialmente bellos. La diferencia entre un trabajo científico y un ensayo literario es la que hay entre la breve, escueta, respetuosa crónica de cómo Hurtado dio con el manuscrito de estos Recuerdos, tal y como la contaba en aquella edición de Tusquets, y la deliciosa narración de aquel encuentro con la que se abre este otro ensayo. Su prosa limpia transmite el afecto de los Baroja y la admiración del barojiano. Su visita a la casa de Itzea es el sentimiento barojiano, una mezcla de afecto y de respeto, de pudor y admiración, de cercanía y sensibilidad. El lector siente la bondad de Pío Caro y la humanidad de Julio Caro, quizá solo posible en un hombre tan solitario como él. «Don Julio me imponía mucho», dice Amparo, y lo dice con las palabras justas para que nos hagamos cargo del complejo y hermoso y necesario contenido de aquella imposición.
Y solo una buena barojiana dejaría para el final un dato que sobrevuela el libro entero, una feliz coincidencia de fechas entre el inicio de la redacción de Desde la última vuelta del camino y el de los Recuerdos de Carmen, y un canto final que lleva también la huella de las gallardas arboladuras, en este caso el canto a las mujeres de entonces y de ahora.
En las obras de Pío Baroja los sentimientos van envueltos en la prosa. El buen escritor no manifiesta sentimientos, acaso los transmite. Y aun cuando intente analizarlos, estará transmitiendo un sentimiento más puro y al tiempo más profundo. Es el estilo, su limpidez, lo que emociona. Y con Carmen Baroja pasa lo mismo. Pero esto Amparo Hurtado no podía limitarse a señalarlo, había que transmitirlo, y ese, más incluso que la investigación filológica sobre la que se construye, es el primer acierto de este libro.
Amparo Hurtado, Hermana querida / Arreba maitea, Pamplona, Ipso, 2018, 97 p.
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