La historiografía literaria ha centrado en dos títulos el cambio que experimentó la novela española después de la muerte de Franco: el cada vez más reseco realismo y la cada vez más tediosa vanguardia dieron paso a lo que llamamos «el placer de contar». Con La infancia recuperada, de Fernando Savater, dejamos de considerar a Defoe, Stevenson, Poe, Mary Shelley o Swift autores de una literatura poco menos que infantil, porque eran ellos y sus fantasías los que volvían al sendero de la Odisea, a la ficción, el mito y la aventura. El otro título era Soldados de Cataluña, que durante cuarenta años se llamó La verdad sobre el caso Savolta. A partir de aquí volvimos a dignificar el género, y a reconocer que una novela de acción, histórica o de detectives tenía la misma importancia que aquellos sesudos volúmenes para iniciados cuya condición previa era que fuesen difíciles de digerir. Se acabó la insolencia aquella del «lector hembra» (Cortázar se desdijo luego, y, bien pensado, no habría tenido por qué, en la medida en que un lector es quien, sin demasiado esfuerzo, se deja fecundar por un mundo paralelo), y los más conspicuos escritores intentaron lo que en principio creían que era novela popular y resultó ser novela, buena o mala, pero novela, sin más.
Con el ensayo que acaba de publicar Eduardo Mendoza en la colección «Baroja & Yo», Por qué nos quisimos tanto, ya tenemos, quizá, la clave que nos faltaba. Porque Mendoza, con una transparencia que le honra, declara que fue Baroja el que le hizo sentirse seguro de que su opción novelesca era tan digna y tan importante como las melopeas estructuralistas o el realismo social y ojeroso, si no más, en la medida en que entretener siempre ha sido más difícil que deslumbrar. Baroja había «deshidratado» la novela del XIX, el realismo puntilloso y plomizo, sobre el que practicó una operación parecida a la de los pintores modernos sobre el clasicismo riguroso. Igual que los impresionistas redujeron la imagen a las cuatro pinceladas que desnudaban su verdad, más que su realidad, Baroja sacudió el novelón para deshojarlo de cualquier tentación retórica y dejar intacta su emoción.
Mendoza no perora, y todo ello lo demuestra con ejemplos muy concretos. Una descripción de Balzac, otra de Galdós y otra de Baroja son la prueba sencilla y evidente de cómo la técnica evoluciona depurándose, buscando su esencia, nacida en parte de la precisión y en parte de la capacidad de sugerir. Y aporta pasajes en los que se ve cómo nace una realidad viva, veraz, del diálogo aparentemente insustancial, o cómo un solo detalle puesto en su sitio cobra más vigor que el acostumbrado inventario de objetos que rodean al protagonista. Mendoza ve cómo los personajes de Baroja muchas veces no hablan de nada en concreto, pero en ese no hablar definen su presencia, se hacen verdaderos, para lo que hace falta tener un oído muy fino y, sobre todo, dejarlo todo, lo que sea, desde el lance tabernario a la especulación filosófica, en su forma de expresión más clara y eficaz.
Los que desprecian el estilo de Baroja en realidad reaccionan ante la envidia que les causa no llegar nunca a esa esencialidad tan nítida a la que llega Baroja, necesitar diez veces más palabras que don Pío para decir lo mismo, recubrir de retórica su incapacidad para la sugerencia. «La literatura», decía Cela, que también aprendió lo suyo de Baroja, «vale más por lo que calla que por lo que dice», que parece una broma pero es un buen resumen de la poética de la modernidad.
Antes de estudiarlo como estudia los libros un escritor, a quien no le importan los significados ni las interpretaciones sino los métodos, los recursos y las resoluciones, cómo describir a este personaje, cómo sacar adelante este diálogo, con qué palabras basta para narrar esta historia…, Mendoza encontró en Baroja un lenguaje en el que se sentía cómodo, y, como nos ha pasado a tantos, llegó a pensar que se trataba de un amor demasiado personal, como esa inclinación que uno siente a veces por los productos poco refinados. Estábamos con él tan a gusto como con un amigo, igual que un melómano, después de mucho Schönberg, pasa un rato escuchando habaneras que le reconcilian, en secreto, con lo más elevado de su espíritu. Y todo barojiano ha llegado a darse cuenta de que aquel gusto personal, aquella especie de vicio privado, de concesión a la nostalgia, era en realidad un artefacto bastante más sofisticado que las dodecafonías al uso.
Baroja es, más que un modelo, un ejemplo. El modelo es imitable, pero el ejemplo es la prueba de que algo se puede hacer. Con la prosa de Baroja se podía escribir lo que se quisiese. Con sus criterios y sus técnicas se podía construir una voz propia y muy distinta, una voz personal.
Me imagino que para Mendoza este libro era un acto barojiano, y que valían más los ejemplos elocuentes que las divagaciones exegéticas. He contado en alguna ocasión la primera y única vez que escuché en directo hablar a Mendoza. Era en un congreso sobre la novela picaresca, en Salamanca. Francisco Rico ejercía de gran maestre, rodeado de eminencias como Peter Russell. Al acabar las ponencias, de postre, Rico presentó a Mendoza como si después de un congreso de veterinaria sacan a un caballo.
No sé lo que dijo Rico ni cuál fue aquel día su punto de vista, pero recuerdo perfectamente el ejemplo que puso Mendoza para definir el realismo, cuando dijo que en el Tirant lo Blanc, libro tan querido por Cervantes, el guerrero no abate al enemigo con la lanza y luego lo traspasa con la espada, sino que se abalanza sobre él y, por la ranura del yelmo, con la punta del cuchillo le salta un ojo, «plop», dijo Mendoza, y la gente (Rico et alii) reía la gracia y yo pensaba que en ese plop estaba la literatura. En Por qué nos quisimos tanto Mendoza cita un pasaje de Baroja en el que se describe a un individuo perfectamente sin decir más de él, aparte de alguna vaga consideración, que como todo equipaje llevaba una sartén. Esa sartén era el plop. Esa sartén era la literatura. Las minuciosas descripciones naturalistas quedan escurridas en una vieja sartén y en un modo desganado de describir que define perfectamente la desgana y el abandono del personaje.
Este curso, cuando hable del año 75, a aquellos dos libros de Savater y de Mendoza habrá que añadir este Por qué nos quisimos tanto. Se había muerto Franco, pero no Baroja.
Eduardo Mendoza, Por qué nos quisimos tanto, Ipso, 2019, 80 pp.