Aunque sucede en el ficticio Duncombe, todo el mundo parece estar de acuerdo en que Las confesiones del señor Harrison es la primera entrega de las Crónicas de Cranford, de la que tenemos desde 2010 una edición completa (y apretada) en BackList. Alba también editó Cranford por separado y supongo que solo es cuestión de tiempo que publique una traducción de Milady Ludlow.
Las confesionres del señor Harrison es de 1851, tan solo tres años después de haber debutado por todo lo alto con Mary Barton, y es, por así decirlo, un descanso, un comienzo, un tanteo, una búsqueda de posibilidades narrativas, a partir, lógicamente, de la madre del verbo, Jane Austen, y su gran novela Emma, es decir, el costumbrismo casamentero, que Gaskell se toma con esa sorna de sonrisa reprimida tan británica. Pero solo tres años antes se había publicado La feria de las vanidades, que, además de libros de cirugía, también lee el doctor Harrison, como si Thackeray tuviera la patente de las escenas corales y la hipocresía remilgada, y hubiera que mencionarlo.
En este caso, no hay una mujer empeñada en emparejar a los demás, como en Emma, sino unas cuantas cacatúas que se empeñan a casar a sus hijas con el médico recién llegado, sobre todo después de enterarse de que ha recibido una jugosa herencia. El joven doctor, que narra la historia en una primera persona tan respetuosa como despectiva, muy inglés, le ha echado el ojo a la única muchacha que no se ha sentido atraída, ella o su madre, por el buen partido.
Al principio hay un mariposeo de damas tomando el té que, en efecto, recuerda a Thackeray, pero luego aparecen varios personajes cuyo interés radica en que tienen mucho desarrollo pero su participación se reduce a la anécdota. Para quien, como Gaskell, había escrito una novela sobre las condiciones de vida de los obreros manchesterianos, la historia de John Brouncker, un jardinero que se hiere una mano y, salvo el doctor, que quiere curarlo con medicamentos, el pueblo entero se conjura para que se la amputen, por su bien, la sarcástica ironía del episodio daba mucho de sí, como poco después descubriría Flaubert con la historia de la pierna ortopédica en Madame Bovary.
Otro curioso personaje es el amigo del protagonista, Jack, un bocazas aficionado a exagerar las intimidades biográficas del doctor y a echarlas como migas al estanque donde las escurridizas damas se arremolinan ante el más extravagante cotilleo. Jack, que merece ser americano, es como esos personajes histriónicos y optimistas que siempre terminan —no aquí— haciendo una barbaridad. Si Faulkner lee esta novelita, pone a Jack a viajar por las destilerías del Sur.
Lo que nos separa de esta novela es, precisamente, su condición de principio, de bocetos cada vez más breves (un efecto que en el Lazarillo funciona pero aquí no), donde solo hay media docena de capítulos cumplidos, redondos, listos para ser capítulos, y el resto parece un esquema a partir del cual desarrollar el episodio.
Pero no era eso lo que quería Gaskell. El otro elemento distanciador es ese humor tan fino que a los mediterráneos, más acostumbrados a las bromas gruesas, no nos hace demasiada gracia, sobre todo si lo lees en una traducción, por buena que sea. La cosa consiste en tirarse pullas con extremada buena educación, y en fabular sobre cómo el rumor crece desde la literalidad. El que lo echa a rodar tiene esa peculiaridad aspergética de no captar jamás las ironías, y esa otra peculiaridad de peor leche que consiste en contarlo todo de la manera menos favorecedora posible. Más o menos lo que nos ha invadido ahora, casi dos siglos después.
De todos modos, la novela ha pasado a la historia como el aperitivo de Cranford, que, esa sí, desarrolló un género, el de los cotilleos de pueblo, que a mí me da por pensar que es el origen de The Archers, el culebrón radiofónico británico que lleva en antena desde los años cincuenta y ha emitido unos veinte mil episodios. El género da de sí.
En el mundo de Gaskell también hay mucho ruido de taza, mucho frufrú de muselina y mucho taconeo con las botas de montar, y forma parte, según el interesante ensayo que cierra el libro, de aquella idea del poeta Robert Southey, cuando empezó una «'historia de la vida doméstica de Inglaterra'» (cito la cita), reflejo, seguramente, del planeta Balzac. Gaskell se centra en el matriarcado torie, las comadres aristócratas que, además de pasarse la vida jugando al preference y cotorreando sobre "los criados, la familia, su linaje", se entretenían en cuidar a los pobres, "de quienes todas y cada una de ellas eran bondadosas e infatigables benefactoras, a quienes aconsejaban y cuidaban cuando estaban enfermos, y para quienes cocinaban, cosían y hacían de todo menos procurarles una educación".
Lo que más gracia parece hacerle a Gaskell es la extravagancia que naturalmente lo acompañaba todo y que resolvía los conflictos en educadas sonrisas, porque «había entonces más individualidad de carácter que ahora». La misma gazmoñería chafardera y mentecata que no puede soportar el señor Harrison es la que no juzga los disparates del vecino siempre y cuando sepa mantener las formas. Nos da risa y es carne de parodia, pero es la esencia del conservadurismo victoriano, y Los Archers siguen siendo entretenidos.
Elizabeth Gaskell, Las confesiones del señor Harrison, trad. Catalina Martínez Muñoz, Alba, 2018, 151 pp.
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