Hacía tiempo que no visitaba a Galdós, así que, aprovechando que Cátedra acaba de publicar Las novelas de Torquemada en un solo volumen, me he vuelto a pasar por su barrio. La edición, de Ignacio Javier López, la verdad es que aclara más de lo necesario, porque no sé yo qué relevancia tiene citar la durée de Bergson para anotar un pasaje que fue escrito cuando Bergson no había publicado nada, o explicar, con las consiguientes nota al pie y flexión de cervicales, qué significa en castellano hacer el agosto, ir como una seda, ser desenvuelta, mírame y no me toques, ser cosa del otro jueves, dar un sablazo, etc, etc. López las explica (no siempre bien: lo del mantón ala de mosca necesita una revisión), y uno piensa si el editor da por sentado que un universitario que lea a Galdós no sabe qué significan esas expresiones, algo acaso comprensible para estudiantes extranjeros, no sé. El caso es que una edición crítica, a estas alturas de curso, no creo que consista en incorporar al texto un diccionario portátil sino en abrir el texto al lector culto, pero bueno.
El caso es que hemos vuelto a Torquemada, el prestamista desalmado, un personaje relativamente raro en Galdós, quien no suele dejar a sus personajes sin una oportunidad para redimirse. La empatía galdosiana (el paternalismo, se decía) hace que la maldad sea una forma de desgracia. En Torquemada en la hoguera, la primera de la serie, Galdós se ríe con sarcasmo de sualquier forma de redención del personaje. Su hijo se está muriendo de meningitis y él lo siente, sobre todo, porque el muchacho es muy listo (y puede rentarle al avaro pingües beneficios), pero en medio del dolor piensa en una forma de compensación moral, un portarse bien que salve a su hijo. Va a las casas miserables que tiene arrendadas y perdona las mensualidades, cubre al desnudo con su propia capa (vieja), les regala unos días de esperanza a una pareja en la que bien a gusto nos habríamos quedado unos cientos de páginas más, porque se trata de Isidora, la desheredada, que vive en una buhardilla sin ventanas con un pintor tuberculoso, en un ambiente muy Las ilusiones perdidas de Balzac, pero se limita a asombrarse y coger el dinero cuando el miserable Torquemada procede a su ronda de inversiones en bonos de moralidad.
Galdós quiere hacerlo antipático y lo hace, desde luego; eso sí, al precio de resultar cargante. La novela se duerme varias veces en la suerte, la ronda dadivosa quiere ser más graciosa de lo que es, el niño se va muriendo…, con esa fragilidad algo mística del niño de Miau, y don Francisco Torquemada no deja de ser miserable ni cuando llora («una pataleta»). Sus acompañantes, el estúpido Bailón, que habla como escribe y escribe como un nuncio, o la vieja sirvienta deslenguada, la única que le dice a Torquemada el mal del que se tiene que morir, son proporcionalmente desagradables, patéticos cuando Galdós tira de humor.
No, no es una novela encantadora. La trama está más adelgazada que de ordinario (un hombre malvado se decide a hacer el bien para salvar a su hijo moribundo) y Galdós la engorda con una prosa extendida y repetitiva que a veces parece un caldo demasiado gordo, un cocido demasiado grasiento. Pasa a veces en Galdós, pero pasa siempre que Galdós no quiere a su personaje. Por eso vemos a Isidora y es como si viéramos pasar a una vieja amiga con quien nos iríamos donde fuese con tal de no estar con el maloliente usurero. De hecho, en un pasaje Torquemada le propone a Isidora, en lo más alto de un entusiasmo enfermizo, de esa generosidad servil y descontrolada de quienes están sufriendo mucho, seguir con las investigaciones sobre la estirpe de los Anansis…, e Isidora, que ya es otra Isidora, dice que no, que la dejen estar. Se perdió entre el gentío al final de La desheredada y ahora sobrevive de mala manera, pero al menos sabe quién es.
Cuando en una novela, sobre todo una novela española y máxime si es una novela del XIX, se alaba la maestría del lenguaje, en este caso ese lenguaje de frases hechas que el editor da por hecho que ya nadie entiende, es porque la creación mítica y la construcción narrativa no son tan memorables. En realidad Torquemada en la hoguera no es más que el primer capítulo de una mucho más compleja e interesante novela, pero llama la atención el hecho de que, entre la primera y la segunda entrega de la tetralogía, mediasen cuatro años y en ellos escribiera obras tan largas como Ángel Guerra (la novela que querría haber escrito Unamuno) y tan buenas como Tristana. Después, cuando retomó la serie de Torquemada, las tres siguientes salieron solas. Quiero decir que Torquemada en la hoguera no parece más que un episodio, un largo capítulo inicial, un arranque dickensiano, muy dickensiano, que se tiene que desarrollar. Y que se desarrolló, vive Dios.
También es verdad que la escribió en un par de meses, al mismo tiempo que los últimos capítulos de La incógnita y como un encargo apresurado para La España Moderna de su querida amiga Emilia Pardo Bazán, quien llegó a enviar a Galdós un vaciado de su mano «gordezuela» en actitud de escribir, y justo después de que lo hubieran vuelto a desairar en la Academia. Tenía motivos para estar contento y para estar mosqueado, pero yo creo que en ese regodeo en el superlativo que a veces resulta un poco molesto está la prueba de que lo escribió divertido, a toda pastilla, con un plan muy sencillo, un continente sarcástico para un ejercicio de naturalismo lingüístico que a veces tiene algo de alarde, de exhibición, de pavoneo. Es la contribución a la causa del amigo de doña Emilia, una demostración de la enorme riqueza de la fraselogía entre las clases populares, necesaria para el conocimiento de la evolución de nuestra lengua. Esa que, por lo que da a entender el editor, ya hemos olvidado.
Una excelente reseña. Se ve muy poco a Galdós por el mundo bloguero, y es una pena porque es un novelista excelente, pese a los excesos que usted mismo comenta.
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