La literatura rusa es uno de los grandes monumentos de la humanidad. Ningún relato es igual después de Chéjov, ninguna novela larga llega nunca a Guerra y paz, la filosofía vital del siglo XX está marcada a fuego por la erisipela de Dostoievski, quien reconocía que todos ellos eran hijos "del abrigo de Gogol". Nombrar la florinata de la literatura rusa es siempre ridículo: quedan maestros absolutos que, o bien dieron en el clavo de la eternidad con una sola obra, o bien representan un modelo de algo, de artista, de persona o de vida que queda para siempre. En el panteón de los grandes pasean con las manos en la espalda Oblómov, Karenina, Raskólnikov, Bezújov, personajes todos que nos explican como seres humanos y que nos enseñan la verdadera grandeza que puede alcanzar una novela.
Homenajear la literatura rusa es una tentación que tiene cualquiera que la haya leído. A veces menciono los poemas que recortó Raymond Carver de relatos de Chéjov, o la manera respetuosa y profunda que tuvo Coetzee de acercarse a Dostoievski en El maestro de San Petersburgo. Ahora bien, ¿no fue Margaret Mitchell una adaptadora de Tolstoi al idioma meloso de los norteamericanos?
Me he hecho esta pregunta varias veces leyendo Un caballero en Moscú, de Amor Towles, premiadísima novela que quizá sea un buen ejemplo de, digamos, un falso homenaje, y también una muestra elocuente de que no hay mejor manera de rellenar páginas sin ton ni son que acudir a los tópicos del celuloide melodramático y a la visión que cualquier neoliberal de Boston puede tener de la Unión Soviética.
Las primeras ciento y pico páginas de esta novela son, no obstante, asaz prometedoras. El autor opta por la ancha y tranquila corriente tolstoiana, con incisos de relato breve chejoviano como ese, magnífico, de los vestidos de la actriz, y nos sitúa en la zona franca del primer Moscú soviético, el hotel Metropol, donde un conde Rostov pasa su vida entera de arresto domiciliario, primero como conde sibarita metido en la torre de marfil de un mundo ya pasado, luego como jefe de sala del restaurante. Y uno disfruta de esa devoción por el atrezo, por las puestas en escena suntuosas, más del lado de Huysmans o de Lampedusa, entre decadente y grandioso. Este conde Rostov es un príncipe Andrei entre patanes de gorra gris, un tanto Oblómov (más que Mishkin, el de El idiota), desde el momento en que hace de la contemplación un justificante de la inacción, y no al revés, que es lo que suele suceder. La vida de hotel admite que aparezca Dostoevski disfrazado de viejo amigo represaliado, o Natacha en forma de niña pizpireta.
Todo promete mucho, pero Amor Towles no es ruso. Ese buen arranque me temo yo que es el causante de más de una buena crítica que no prosiguió con la lectura. Towles es más Dickens, y cuando la novela ha cogido altura y tiene que navegar por los cielos de sí misma ya no hay ni rastro del modo de escribir ruso, y sí de un tono melifluo y peliculero con niños que hacen llorar. Incluso las escenas de follón (los patos en el comedor, por ejemplo) son tumultuosos ejercicios dickensianos para regocijo, sobre todo, de quien los escribe, y que John Irving imitó mucho mejor en, por ejemplo, Las normas de la casa de la sidra, que sí es un gran homenaje a Dickens. Pero a Towles se le ha terminado el fuelle y a partir de entonces el juego consistirá en ir acumulando minuciosas descripciones del decorado, datos históricos sobre la tópica capacidad del pueblo ruso de destruirse a sí mismo, recetas de cocina, citas literarias y cinematográficas, diálogos irrelevantes y conversaciones escritas. La cosa avanza con deprontos: de pronto alguien llama a la puerta, de pronto surge una figura, de pronto hay que ir al hospital. Y esos deprontos se aliñan con un atrezo hipertrofiado y con el principal fallo de esta novela, que jamás habría cometido Dickens. Todos los personajes, incluido, a veces, el propio protagonista, son meros figurantes. Entran y se quedan como estaban cuando entraron. Cuando tienen que evolucionar, como es el caso de Nina, la muchacha que se crió en el hotel, el autor da un volantazo y en la larga segunda mitad de la novela nos cuenta una novela rosa bastante barata, con personajes invariablemente buenos y soviéticos invariablemente tontos, y todos transmiten sensación de desperdicio, de que la novela huye de sí misma y de los compromisos artísticos que adquirió en las primeras páginas.
La cosa acaba siendo una trama de película dominguera con añadidos históricos. Pero, por ejemplo, cuando Mishka (el figurante Dostoievski) va al destierro interior y se informa de su situación, más que acordarme de las Memorias de la casa muerta, que es lo que intenta imitar, me venía a la memoria La isla Sajalín, de Chéjov. A los rusos no les gustaban los patch-work: fuera una novela o un reportaje, lo tratado se aborda siempre con la exclusividad que reclama una obra de arte. Pero en Towles, a pesar de lo que diga, hay poco Chéjov, poco Dostoievski y, en todo caso, mucho Solzhenitsyn, y ese espíritu aparentemente dickensiano yo más lo emparentaría con la necesidad de rellenar páginas que con la de construir una novela. Hay diálogos francamente impertinentes, digresiones histórico políticas que no reclamaban más que media línea, escenas bobaliconas meticulosamente ambientadas. Lo que no hay, ay, es personajes.
Uno llega al final de Un caballero en Moscú con la idea cierta de que ningún gran maestro ruso habría utilizado más de la cuarta parte de palabras para contar mucho más. Hay un algo de gratuito en esta novela que termina por devorarla entera. Se equivocó el autor al despedir a Nina y dejar a su hija al cuidado del conde. Ahí la novela es toda un añadido, y con esa sensación es difícil que uno espere mucho más.
Amor Towles, Un caballero en Moscú, Salamandra, 2018, 509 p.
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