21.8.19

Cuentos de ogros


«¿Cómo puedes inventar semejantes cuentos de ogros que la tienen tan aterrada que no se atreve a acercarse a mi casa?», le dice Heathcliff a la narradora, Ellen, y con ello seguramente formula la clave estilística que ha hecho de esta novela uno de esos modelos imperfectos que revolucionan la narrativa. Porque en Cumbres borrascosas uno tarda poco tiempo en hacerse la misma pregunta que se hizo con El corazón delator: ¿no será mentira todo lo que el loco este nos está contando, no se lo estará inventando para la ocasión? Cuando uno se hace esta pregunta es porque distingue, dentro de lo falsa que es la ficción, la verosimilitud como verdad, tiene que haber una verdad, ya sea que la narradora se lo invente todo, ya sea que cuente lo que en realidad  vio. Y la verdad de Cumbres borrascosas es, exclusivamente, la que cuenta Ellen, que es quien va narrando a Lockwood, el primer narrador, lo que ha ocurrido en aquella negra casa durante dos generaciones, desde que el niño Heathcliff apareció por allí y se comenzó a cultivar en él el resentimiento, hasta que vuelve algo así como la paz con la relación final entre Hareton y Cathy, después de años de brutalidades, de las que, si nos atenemos a lo que dice Lockwood, lo único cierto que sabemos es que Heathcliff es un misántropo, porque todo lo demás, su diabólico plan para adueñarse de las propiedades —y del alma— de los Linton, es lo que cuenta Ellen. De lo que disfrutamos es de cómo lo cuenta, nos entregamos a su oralidad narrativa, alcanzamos el placer al escuchar, y es ese placer es que nos hace navegar entretenidos —y apasionados— por una historia que, como todas las historias de tiranía, maltrato y sumisión, podrían haberse evitado desde el principio. Lo que nos cuenta Ellen es una crueldad terrible por evitable, precisamente porque nunca nos explicamos por qué no se pudo evitar, como fue posible que unos se dejasen llevar por la histeria, otros por el miedo, o por la desidia, o por la brutalidad, de modo que nadie abriera aquella cárcel antes de que a todos les fuera entrando una especie de síndrome de Estocolmo y de adicción al sufrimiento, a los ojos como platos y a las ojeras negras como la hematoma.
Ellen, la narradora, el ama de llaves (nunca mejor dicho), es uno de los grandes inventos de Shakespeare. El placer de escuchar el parloteo de la nodriza de Julieta puede con la verosimilitud de lo que cuenta, pero no con la verdad, con lo deliciosamente cercano de su personaje. Emily Brönte profundizó en lo que la gente corriente utiliza cuando habla, las palabras de los otros. Contar algo a alguien al que te encuentras en una esquina o vas a visitar es una forma de dramatización, y entonces dijo dice, y ese recurso, que siempre falsea lo dicho por el otro, lo exagera, lo deforma, lo ridiculiza, en Cumbres borrascosas sirve para rellenar lo que habría tenido que contar un falso narrador omnisciente. De ahí los largos parlamentos de Isabella, o ese apropiarse del primer plano de la narración de lo que se cuenta que se dijo. Ellen cuenta lo que vio, lo que le escribieron, lo que le dijeron, lo que oyó decir que otros habían escuchado, y todo lo cuenta con idéntica pasión y ritmo narrativo, de modo que todo suena igual de interesante.
Y eso, nos pongamos como nos pongamos, a pesar de la historia, truculenta, retorcida, exagerada hasta la risa de placer que nos produce la pasión con que lo cuenta todo —con la  voz impostada de Ellen—, la niña Catherine, en quien descubrimos a la autora, Emily, como si se hubiera puesto unas cuantas capas narrativas para esconder su inagotable frescura. Y quizá sea eso la frescura, el no pararse a describir, el no cortarse al repetir, el contar lo dicho y presenciado, sin más decorado que una silueta negra de cartón, esa poesía que le sale a la escritora en los momentos en los que uno se la imagina más apasionada con sus personajes, con aquella letra diminuta que utilizaba. 
Por eso sigue gustando a un porcentaje exiguo pero constante de alumnas adolescentes (no sé cuándo fue la última vez que vi a un chico leerla), porque mantiene una intensidad agotadora que es con la que ellas viven normalmente, porque no se para en barras, es morbosa y al mismo tiempo natural, y todo lo que pasa nos lo imaginaríamos en el cine aunque no se hubiera nunca filmado ninguna. Hoy parece una película de Tim Burton, más que el melodrama de sesión de tarde con el que falsamente la edulcoraron. Está más cerca de Bram Stocker que de Jane Austen, no deja de ser una pieza gótica muy teatral, atacada por una pasión narrativa que le impide detenerse nunca en nada, y menos en los detalles irrelevantes, o sea casi todos. Es la economía de la oralidad, que puede ser todo lo prolija que quiera, pero, como tiende a no aburrir, economiza en decorado y en reflexiones gratuitas. De la oralidad nace la narración pura, la que solo necesita un par de líneas para describir un sitio, pero puede emplear páginas y páginas recreándose en alguna historia.
A estas alturas, claro, la historia de Cumbres borrascosas nos conmueve tanto como cualquier otro cuento gótico, más bien poco, pero soy testigo de que ese cúmulo de barbaridades y ese ritmo desbocado —jamás precipitado— de la narración son adictivas en mentes de lectoras jóvenes y apasionadas. Ellas prescinden del aparato técnico, que es lo que a mí ahora me hace reverenciarlo más que nunca. Es Shakespeare, es una escritora hablando, escuchando a sus personajes, convirtiéndose en ellos, es un drama que divierte y aterroriza, y tiene el encanto de la inmensa fe de su autora en lo que nos está contando. Pero claro, si en vez de decirles a esas alumnas que es una historia tremenda, oscura, morbosa y llena de personajes monstruosos, les digo que es una joya del arte de narrar, no creo que nadie la escogiera como lectura voluntaria. Luego la devoran. La escena de Cathy plantándole cara a Heathcliff les pone unos ojos de lectora febril parecidos a los que Cathy tiene después, cuando se vuelve más emo…

Emily Brontë, Cumbres borrascosas, trad. Nicole D'Amonville, Penguin, 2015, 466 p.

1 comentario:

  1. Recientemente, ya con pelo blanco, la he leído por primera vez. Tras 20 páginas estaba impresionado y pensé: "...es una narradora de raza", de hecho me recordó a los purasangre ingleses a los que soy muy aficionado- desbocados sobre la pista de puro talento corredor (narrativo en el caso de Emily). Como apunté en otro sitio, a mi la novela me recuerda ciertas descripciones del Infierno psíquico construidas por algunas escuelas espiritistas, infierno en el que todos están atrapados y del que es imposible huir... (Después pasé a su hermana y Jane Eire, cuyo primer tercio me pareció una prosa narrativa realista de gran calidad, pero después, a partir del idilio con el señor Rochester, se me fue diluyendo en folletín, con el abuso de la inverosímilitud propia del género.

    Magnífica crítica la tuya, como siempre. Saludos

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