Nos pasó con las espinacas y con las borrajas, que de pronto brotaban por todas partes, como un hierbajo más, y luego desaparecieron, como si una rara conjunción climática hubiera hecho comparecer a las almas de las semillas durante una breve temporada. Y después está ocurriendo con los cardos, que acaban de terminar su primavera y de sus flores, esos cilios de color violeta que antiguamente usaban para cuajar la leche, ya solo queda un flósculo reseco con brácteas puntiagudas y una pelusa como los hilos de un cable quemado. Al principio los tomábamos por alcachofas, otra asterácea, pero esas pencas gruesas blanquecinas apuntaban directamente, otra vez, a Sánchez Cotán, y por eso los conservamos, más bien los toleramos en una colonia que han formado junto al castaño de Indias. Sin razones de peso, imaginamos que estarán más amargos que los que se cultivan en el huerto, y no los vamos enterrando ni tapando con bolsas negras a medida que llega el invierno para que no se hielen ni les dé la luz. Esa siniestra manera de conservarse es la que los hace tiernos y comestibles, convertidos en tubérculos cuando habían sacado los tallos al sol, y es, por otra parte, el proceso de cultivo que más se parece a la vida de un cartujo como Sánchez-Cotán. Su excelsitud se conserva cubierta de silencio, solo envuelto en su hábito y respirando el aire de los claustros se desarrolla un espíritu delicado, y eso que antes de guisarlos, por ejemplo, en salsa de almendras, hay que limpiarlos porque en las aristas del tallo acanalado crecen unas espinas romas. Estos nuestros son, por así decirlo, monjes sin hábitos, expuestos al desparrame de la intemperie, que tampoco es tanto, y a crecer emboscados en la multitud, y a que cada año los cortemos y los echemos al estercolero.
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