10.10.19

Ciruelo



El ciruelo es un patriarca, tiene más de medio siglo, es uno de los tres o cuatro frutales venerables que quedan de cuando esto era un cuello abandonado (de hecho se llama Cuellos de la Sisa), un bancal estrecho en mitad de un terraplén, lleno de yerbajos, pero aún florecían los frutales del último hortelano que había cultivado estas tierras. Murieron los otros frutales que lo acompañaban, un manzano, un albaricoquero, varios ciruelos más, pero este ha creado en el tronco algo así como una coraza llena de pinchos con los que parece defenderse de los ataques del tiempo. Viejo y retorcido, ha llegado a tener todas sus hojas arrugadas de pulgón y a pasar años sin poda, con ramas largas que se combaban hasta rozar el suelo, pero sigue llenándose de frutos en verano, que pasan mucho tiempo verdes hasta que maduran en dos días. Nosotros y los pájaros los vamos controlando para caer sobre ellos cuando se ablanden un poco. El año pasado estuvimos más listos que ellos, pero esta vez, aprovechando una escapada de fin de semana, se nos han adelantado. Aun así aún sacamos un par de kilos que hirvieron con azúcar en la marmita.
Qué resistencia. Además de los años y el abandono de los últimos tiempos, cuando nadie venía a mirarlo y solo se regaba con la lluvia, el anciano ciruelo ha quedado en medio del ámbito de influencia del ailanto. Quién sabe si es eso, o un bicho, o la misma vejez, la que lo ha hecho enfermar de gomosis, unas bolsas duras de resina que parecen el ojo inyectado de un lagarto, bolas de ámbar bermejo por donde parece que están a punto de reventar las venas, y que sin embargo son heridas suntuosas, joyas de sangre. Recomiendan sajarlos, limpiarlos con oxicloruro de cobre, etc. Yo voy quitándole los brotes y los chupones que le salen en la base, desde la raíz ya casi, y vigilo esos óculos rojos. Son las costras, burbujas ambarinas que van engastándose como medallas de un pasado luminoso. Pero cualquiera diría que está tan fuerte como el primer día que yo lo vi, todavía niño, como una muestra de vigor hortícola en medio de aquel bosque abandonado. Y ahí sigue, preñado de ciruelas cada mes de agosto. Morirá un invierno, de la noche a la mañana, sin que nos demos cuenta hasta la primavera.

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