La cocina se va llenando de color. Suele haber un bodegón de frutas y ahora hemos añadido una sarta de pebreras, verdes y rojas, colgando del tirador de la alacena. El verde es fresco y el rojo vivo, tanto que los vivos, los adornos de los bordes y de las costuras en los uniformes, suelen ser, por antonomasia, rojos, y el rojo, a su vez, color guindilla. Claro que la alegría va cambiando de tono y uno acaba dando la razón al gran Anastasio Pantaleón de la Ribera: «bermeja como un tomate / carmesí como un pimiento».
Con las verdes, en adobo, preparamos gildas o las usamos de acompañamiento de las fabas, y las rojas las dejamos que se sequen, y cuando la piel se quiebra con el tacto las desmenuzamos para echarles pizcas a los estofados. Pero antes de comérnoslas también han sido útiles. Plantamos un par de ellas en cada bancal del huerto y nos libran de mosquitos, algo parecido al efecto de la planta de tabaco, de hermosa flor. Es curioso que cada año, para hacerme con unos cuantos plantones de tabaco, tenga que burlar el estricto racionamiento del cultivo, pero la guindilla, que sirve para lo mismo (antes para ahuyentar bichos, después para alegrar un poco la existencia), se vende a granel en cualquier mercadillo y nadie pone ninguna pega.
La guindilla es la alegría de los pobres. No tiene remilgos de cultivo, produce en grandes cantidades y alegra la cocina. Si hay que hacer caso a Quevedo, lo que tampoco es del todo recomendable, el pimiento se instaló muy pronto en las tabernas, compañero comestible del tintorro, y pasó sin problemas al lenguaje escatológico antes que al poético elevado. No me extrañaría nada que lo de meter una guindilla por el culo fuera cosa suya. Y es una verdadera lástima no ver su forma delicada cuando cuelga de la sarta, ese mismo rojo efímero intensísimo, rozagante y libidinoso, como es el verde esmeralda del pimiento, con su punto también apasionado, y si no que se lo pregunten al «caballero de la verde espada» del que nos habla don Luis. Todas juntas, rojas y verdes, tienen un componente sexuado mucho más intenso que si fueran rosas y azules, los abalorios componen figuras excitantes, nunca se ponen lacias, lo más que les puede pasar es que se sequen sin perder la postura rampante, las ganas de vivir.
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