Forma parte de la vida campestre que un buen día te levantes con lumbago. Es algo así como un primer aviso, porque al alivio de constatar que solo es un lumbago y no el anuncio de algo peor, le sigue la certeza de que se trata de un huésped latoso que ha venido a quedarse. Se pasará, siempre se acaba pasando, pero al marcharse deja un rastro de analgésicos y paños calientes, y hay un cajón de la alacena que empieza a llenarse de medicamentos y que mientras sigamos vivos es difícil que algún día vuelva a estar vacío.
Pero, como en ese aspecto soy un poco primitivo, prefiero obviarlo en la medida de lo posible y, en vez de quejarme, cambiar de postura o atarme a la cintura una almohada de terciopelo rellena de semillas que se calienta en el microondas y es una maravilla. Qué gracia me hacían de joven los viejos entusiasmados con los remedios caseros: en vez de pensar en el mal que anunciaba su otoño, se regocijaban con la idea de burlarlo. Y así es la vejez, una inconsciencia resignada. Cuando los mastines están malos se tumban en un rincón y se quedan quietos hasta que se les pase. Si supieran que su mal puede tener consecuencias graves, es decir, si tuvieran sentido prospectivo más allá de los barruntos del instinto, se desesperarían pensando en cómo se escapa la vida. Los humanos sobrevivimos gracias a esa misma ceguera voluntaria, que algunos cambian por un entusiasmo ficticio, como reafirmándose en la fe de que la vida nunca se termina, y otros se limitan a esperar a que escampe y no volver a pensar en ello. Yo creo que soy de estos últimos, sin duda más básicos y perrunos, pero no más infelices que los que se obsesionan con sus males. Los perros no cambian de hábitos porque les duela algo. Si se les va pasando y no es incompatible con moverse, se limitan a llevar la vida de siempre, en la medida de sus fuerzas, sin preocuparse por hacer algún esfuerzo descomedido ni tampoco por no hacerlo y quedarse tumbados en el suelo.
Así estamos. Los médicos, para este tipo de lumbalgias, recomiendan dormir en posición fetal. Tiene gracia que el único remedio a nuestro alcance sea volver a nuestra natural indefensión, a la primaria necesidad de abrigo. Eso también lo saben los perros.
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