27.3.20

La contagión, 12

  
Cuando Juan Carlos Navarro y yo nos estábamos documentando para el folletín La enfermedad sospechosa, nos apareció un personaje singular, Aurelio Benito, un médico cirujano. Mientras las familias bien se iban a sus masías de recreo, los enfermos de cólera eran encerrados en lazaretos y las familias pobres anunciaban que la peste había llegado a sus casas poniendo una silla en la puerta, don Aurelio se dedicó a luchar a brazo partido contra el morbo asiático, con los remedios, algunos tremendos, que se tenían entonces. En medio del desconcierto, cuando todos (incluido Ramón y Cajal) se oponían a las vacunas homeopáticas del doctor Ferrán, Aurelio Benito iba de un lado a otro atendiendo a gente de toda condición y luchando contra extrañas creencias que hacían que la epidemia fuera todavía más virulenta. Los médicos a salvo pontificaban sobre la condición miasmática del virus, y los vecinos, ignorantes de que se transmitía por contacto a través de la suciedad y los detritus, arrimaban montones de estiércol a las puertas de sus casas, en la creencia de que eso los libraría. Benito se dejó de conjeturas y atendió a quien pudo y como pudo. Se libró entonces de morir, no como el botánico Loscos, que trabajó a destajo desde su farmacia de Castelserás hasta que se lo tragó la contagión, como se decía entonces. Benito murió algunos años después, y esta mañana Juan Carlos, buceador de hemerotecas, me ha pasado su esquela.
Aurelio Benito fue el único nombre real que utilicé para los protagonistas de aquella novela. Y traté de retratarlo como un tipo valiente y sensato, consciente de su obligación, lo suficiente para ser incapaz de alardear de ello, y que pudo, como tantos otros, largarse a sitios mejor ventilados y dejar que la epidemia hiciera su labor. Con las condiciones sanitarias de 1885, la actitud de Aurelio Benito fue heroica, no más que las de quienes hoy se juegan el pellejo porque sienten que es su obligación, o más bien porque ni siquiera son capaces de pensar en no hacerlo.
Cuando escribí aquel folletín pensé que no podía haber lugar más triste que el lazareto de la Jaquesa, en el camino a Valencia, o de Capuchinos, en el de Zaragoza. Todos allí dentro estaban infectados. Pienso ahora qué será más horroroso, aquellos lazaretos o estos geriátricos en los que los sanos conviven con los infectados y los vivos con los muertos.

1 comentario:

  1. "no más que las de quienes hoy se juegan el pellejo porque sienten que es su obligación, o más bien porque ni siquiera son capaces de pensar en no hacerlo."
    Interesante y acertada reflexión, Antonio.


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