17.3.20

La contagión, 2


Los países responden a sus tópicos. Hace años, cuando la crisis de las vacas locas, en Londres un amigo me invitó a cenar. Había comprado unos lustrosos chuletones. Cuando me vio la cara de circunstancias, me explicó: era entonces cuando más seguro resultaba comer carne de vacuno, y, por supuesto, más barato. Mi amigo era votante laborista, pero le podía esa falta de escrúpulos del racionalismo. Johnson es el liberalismo llevado al extremo ideológico: en términos darwinianos, hay que confiar en la fortaleza de la especie. Claro que la struggle for life no es la misma para un trabajador retirado de Newcastle que para el hijo de aristócratas educado en Eton. Leo por ahí que si algo, poco, le ha parado en su estrategia desalmada es el hecho de que muchos de sus votantes son grupo de riesgo, los mismos que, envueltos en un nacionalismo de tenderete, hacían campaña por el Brexit.
El liberalismo es así. Si hay que desdecirse de Darwin (ayer dieron unas tímidas recomendaciones) queda el factor de la conveniencia. Si falla la estrategia, queda el ollazo. Robinson sobrevive porque es un privilegiado y un tramposo, con el barco encallado y repleto de alimentos no perecederos, granos de diferentes clases y pólvora seca. Así cualquiera. Y, sin embargo, le creyeron. El modelo real, el marinero Selkrik, pasó cuatro años aislado y se volvió loco. Robinson estuvo veintiocho y como si nada. 
De la misma manera hay quien cree en Johnson, o más bien cree ser igual de privilegiado que Johnson, y por lo tanto inmune. Hay que agradecer, sin embargo, que hayan planteado la cuestión en toda su crudeza: ¿qué es mejor, no lesionar la economía o perder a un puñado de ancianos que ya son un lastre para el sistema? A los países del sur esto nos parece una salvajada. Para los dissenters no es más que un punto de vista, tan natural como su oposición a la Ley de pobres que defendía Dickens en sus novelas.
Por aquella misma época de las vacas, un compañero se fue a trabajar a Seúl. Me contaba que un día, en clase, se acercó hasta su mesa un alumno y no paró de moverse mientras hablaba con él. Cada vez que mi compañero daba un paso o movía una mano, el chico lo esquivaba como si le hubiera lanzado un proyectil. Pronto descubrió la razón: en Corea, donde pronto derrotarán al virus, el alumno tiene prohibido pisar la sombra del profesor.

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