7.4.20

La contagión, 23


A medida que las cosas siguen su curso desesperante, nos vamos enterando de detalles que son como vueltas de tuerca. Una cosa es el miedo a contagiarse y otra el miedo a estar ya contagiado. Lo último que he oído, ojalá sea un bulo, es que el virus es miasmático, que vive flotando en el aire por lo menos cuatro horas. Hasta ahora se limitaba al contacto. Tenías que tocarlo, te tenía que dar. La distancia era solo con los otros, pero también cabe la posibilidad de que sea con el lugar que han ocupado los otros. Uno solo está inmune si pasa por sitios por los que hace cuatro horas no ha pasado nadie. Eso supone que mientras haces cola distanciada en la carnicería te tienes que forrar para que el virus pinche en hueso, rezar para no estar respirando los efectos de una tos.
Vivimos en una casa tomada. Una sombra invisible se desliza por las corrientes de aire. Una ventana abierta hace tres horas puede resultar fatal. Cada día, para dar ánimos al personal y desquiciar a los vecinos de abajo, las familias salen al balcón y cantan canciones solidarias, y una lluvia de gérmenes va cayendo como un confeti mortífero sobre las ventanas abiertas del vecindario. Pero es inhumano prohibir que el presidiario saque la mano por la reja, o cante una soleá. Casi tan inhumano como soportarlo. 
Así las cosas empezamos a confundir el no salir de casa con no salir del dormitorio y guardar turnos, las familias numerosas, para no estar nadie en el mismo sitio hasta varias horas después de que haya estado algún otro habitante de la casa, y haya abierto la ventana. Lejos de haber derrotado al virus, lo mejor que puede pasarnos es que seamos un poco paranoicos, no cometer ningún «pestífero error», como decía Juan de Mena, que nos obligue a salir de la cama más que para los servicios esenciales.
Despedirse de alguien diciendo hasta mañana es, en estos días aciagos, un exceso de optimismo. Podemos protegernos del contagio pero nada es previsible. Cada mínima acción, de pronto, se convierte en un riesgo evidente que nos puede llevar al hospital. Bajar una escalera, pelar una manzana, asomarse al balcón, abrir una lata de escabeche, encender el gas… La vida está llena de momentos que pueden estallar. Y ya no hablemos de coger un coche. Nos hemos vuelto aprensivos. El virus nos ha hecho de vidrio. Cuidado.

1 comentario:

  1. Anónimo6:22 p. m.

    La solución pasa por hacer fervorosos sacrificios a los dioses. El problema es que gente se ha vuelto descreída. En esta situación, el remedio no alcanza.

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