El propio Baroja consideraba que Paradox, rey no había tenido ningún efecto entre unos círculos intelectuales a los que la cuestión colonial traía sin cuidado. Pero no había sido el primero en intentarlo. Ángel Ganivet, que conocía bien las cloacas coloniales desde su puesto diplomático en Bélgica, había escrito en 1897 La conquista del reino maya por el infatigable conquistador Pío Cid, en la que un aventurero se adentra en África con ánimo redentor y acaba, como en los tebeos, dentro de una olla. A Baroja no le gustaba esta novela, pero, al menos en sus primeras páginas y en su idea general, sí la conocía. A quien sí conocía, incluso personalmente, era a Cunningham Graham, el reverso de Kipling en cuanto a su visión del colonialismo inglés, y a quien sí leyó fue a Bernard Shaw, igual de combativo, y es probable que tuviera noticia del gran clásico de la época, El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad.
La idea de Paradox, rey se le había ocurrido seis años antes, en los últimos días de 1900 y los primeros de 1901. Él y su hermano Ricardo (Juan Gualberto Nessi) fueron enviados a Tánger por el periódico El Globo, donde también trabajaban Azorín y Maeztu, a cubrir la revuelta de las cabilas, al mando de un santón de origen argelino, un tal Yilali Ben Dris Zerbruni el Yusufi, alias El Rogui —el rebelde— y Bu Humara —el hombre de la burra—, contra el sultán Muley Hassan, Adb el Assis, un adolescente mangoneado por los ingleses a quien acabaría derrocando su hermano mayor. Los telegramas que envió Baroja a El Globo son una muy interesante pieza de arqueología barojiana, así como los cinco artículos largos, sobre todo los que se ocupan de la narración del viaje y de la colorista descripción de Tánger. Pero Baroja era demasiado honesto para ser periodista —nunca se inventa nada ni da por cierto lo que no ha corroborado— y demasiado, digamos, novelista para ceñirse a lo imprescindible. Incluso en los escuetos telegramas introduce notas de color, y en los artículos ya nos daría lo mismo estar ante un reportaje que ante una novela: es pura esencia barojiana. Tiempo después, en Intermedios, contaría que el reportaje no salió porque Ríus, el director de El Globo, no quería que le enviase mas que «chismes y cuentos».
Baroja empleó algunos pasajes de estos artículos para escribir Paradox, rey, y frases sueltas en alguna novela posterior, sobre todo la imagen del moro arreando un burro al grito de ¡balac!, ¡balac!. En Paradox, aparte de sus recuerdos de Valencia, a donde se habían exiliado el héroe Silvestre y su amigo don Avelino Diz, aparece la república del Cunani, el empeño estrafalario de un bohemio llamado Sarrión Herrera que, como todos los empeños bohemios, quedó disuelto en el éter. Pero también encontramos la descripción de la banda de chirimías y dulzainas que lo despertaba en su pensión de Tánger, y la miss beoda montada en un burro (a quien el moro Hachi Omar le grita lo de ¡balac!, ¡balac!, así como la travesía de Cádiz a Tánger o el grupo de ingleses con aspecto de pintores que comen higos de un saco de papel.
La novela, no obstante, es mucho más. Sea por su contenido anticolonialista, sea por su aspecto humorístico, creo que se la ha tenido siempre como una pieza menor. Para el homo barojianus, en cambio, es una mina. La novela cuenta una expedición organizada por el judío Abraham Wolf para fundar un país en el que se puedieran refugiar los judíos pobres. Wolf desaparece a las primeras de cambio y embarcan, aparte de los dos amigos españoles y del marinero vasco Goyzueta, un francés con su hija, un alemán, varios ingleses, una cabaretera del Moulin Rouge, un italiano, una sufragista, un árabe y algunos miembros de la tripulación. Naufragan y aparecen en una isla del todo robinsoniana donde son capturados por mandingos del reino de Uganga, de los que logran escapar desviando un río (un empeño ingenieril muy de la época) y a los que finalmente someten con Paradox como rey, que instaura un régimen pseudosocialista en el que no funciona la autoridad sino el sentido común, que en el caso de Paradox/Baroja es bastante peculiar.
La novela es un tintero de donde irán saliendo temas, formas, estilos y personajes en los años venideros. Goyzueta, por ejemplo, un marinero al que se encarga de gobernar el barco, es ya el prototipo, más que de Shanti Andía, que también, de Itxaso, de Galardi y del piloto Embid, que irán apareciendo, respectivamente, en Las inquietudes de Shanti Andía, El laberinto de las sirenas y Los pilotos de altura. Y al margen de que a Baroja le encantasen desde chico las novelas de aventuras robinsonianas (más que de Julio Verne, a pesar del enfrentamiento entre embajadores que recuerda a Miguel Strogoff), la descripción del naufragio y de la llegada a tierra es una pieza de primera clase: intensa, precisa, salobre, con todo el afán por la acción que teñirá después sus mejores páginas marineras. Pero no solo eso. Sipson, el inglés (antológica su manera de convencer a los nativos), es otro modelo que Baroja irá desarrollando en personajes como Thompson, el héroe de El viaje sin objeto, un tipo sin prejuicios, práctico, directo, ajeno a la ñoñería del francés o a las ínfulas del alemán, con el que Paradox, cómo no, se entiende a la perfección.
Y también en términos de técnica narrativa. Ya había practicado la novela dialogada en La casa de Aizgorri, una forma que los nuevos novelistas de la época (también Galdós) adoptaron para evitar la pesantez narrativa decimonónica, y que Baroja retomaría veintitantos años después en una de sus piezas maestras, La leyenda de Jaun de Alzate. Pero lo importante es que aquí Baroja emplea el diálogo como un cañamazo en el que enhebrar pasajes líricos (los tres, célebres: el Elogio del acordeón, que huele a las páginas finales de Shanti; el Elogio de los caballos viejos del Tío Vivo o el Elogio de la destrucción, un alegato que firmaría cualquier protovanguardista de la época que hubiera leído a Nietzsche) o en que pulir su prosa hasta dejar unas acotaciones que son gran prosa barojiana: tersas, medidas, intensas, transparentes, con un sentido del ritmo que no abandonará jamás.
Desde luego que Paradox es eso que se llama un trasunto de Baroja, y la novela entera el ensayo de un anarquismo muy de la época: fuera escuelas, fuera maestros, fuera bancos y burócratas, fuera gobernantes picudos y artistas de la pista; incluso lo es en dos aspectos que un siglo después están igual de vivos y son igual de disolventes y provocativos. Baroja se ríe del republicanismo pomposo del francés; para él, la diferencia entre un rey y un presidente de república estriba en que llevan adornos diferentes, pero, por lo demás, todos se dedican a cazar conejos y no hacer nada útil. Lástima que no lo lean quienes todavía creen (o hacen como que creen) en una especie de república de Jauja que nos hará a todos buenas personas. A Baroja no le acaba de convencer la democracia: «El pueblo es imbécil», dice Paradox, cuando los nativos lo llevan en andas porque necesitan un rey al que obedecer. En estos tiempos de populismo delirante, sus palabras suenan como un ensalmo, así como esa prefiguración del déspota nativo que, curiosamente, aún no se había instalado en África pero que tendría sangrientos ejemplos muchos años después.
A esta novela, en fin, creo que le hacen daño los prejuicios, el imaginar lo que va a ser. Aparte de las preciosas ilustraciones de Julio Caro para la edición de Caro Raggio, de un par de artículos interesantes de José Alberich y de Jorge Campos y de una extraña y pesada superchería de Alberto Porlán, no ha dado mucho de sí entre la crítica barojiana. Y, sin embargo, si tuviéramos que buscar un buen antecedente para lo que después sería la gran novela barojiana, entre el sarcasmo y el lirismo, entre el reportaje y el ensayo, entre la fantasía y el recuerdo, creo que no íbamos a encontrar mejor ni más completo antecedente que Paradox, rey.
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