10.10.20

El infinito desprecio


El libro de las pruebas se publicó en 1989, después de que Henry, retrato de un asesino revolviera en el 86 el discurso narrativo cinematográfico y de paso los estómagos de los espectadores, y antes de que en 1991 Breat Easton Ellis sellara el modelo de asesino noventero, el que se regodea con cinismo en su propia monstruosidad, y por supuesto cortase la digestión de los lectores. Era época de un, digamos, neonihilismo, el sarcasmo crudo como norma, no siempre tan violento, en el que triunfaban autores como Tibor Fisher o, un poco más tarde, Magnus Mills, con aquel estupendo El encierro de las bestias.

Eran muchas las novelas que trataban al asesino sin empatía, deshumanizado, mecánico, ni siquiera animal, porque tampoco necesitaba mejor razón para matar que el hecho mismo de hacerlo. Es la época del espanto desalmado, de la crueldad como espectáculo. Debió de ser por entonces que en la mayoría de las solapas uno podía leer aquello de el autor reflexiona sobre la violencia, es decir, carne fresca sazonada con perfume intelectual. 

Ese es el ambiente literario en el que nace El libro de las pruebas, cuya vieja traducción de Anagrama hemos rescatado antes de leer las otras novelas que componen la Trilogía de Freddy Montgomery, recién aparecida en Alfaguara. Banville por aquel entonces no había terminado aún el proceso de mitosis del que saldría Benjamin Black. Aún no ha escrito El intocable, la novela que nos hizo lectores fieles hasta la un poco pesada La señora Osborne, la última que ha publicado en español, tan maravillosamente bien escrita como todas las demás. Pero Banville, en ese mundo de crímenes groseros, es lo que llamamos un fino estilista, alguien harto de la prosa telegráfica de ascendencia Bukowski, de los duros fajadores que habían arrasado en los ochenta, desde Raymond Carver hasta cualquier descendiente de Sallinger. Banville es el detalle brillante, la descripción del cielo, la formulación meticulosa de una sensación pasajera. A Banville le gusta lo que pasa dentro de las cosas que pasan, las que forman el argumento, que avanzan con elegante lentitud. Y así tenemos a un sujeto culto y refinado a quien la ruina (en general) le lleva a intentar el robo de un cuadro y a cometer un asesinato chapucero, indigno, vergonzoso. Es esa espantosa sensación del que siente hacia sí mismo un infinito desprecio la que Banville desmenuza. El asesino, que habla en primera persona ante un jurado, parte de El corazón delator para describir la mueca de quien no quiere creer que lo que ha hecho es verdad, o no se siente con fuerzas para poner paños calientes a su situación. Habla como tratando de arrancarse la capacidad de sentir, violando una por una las convenciones morales más elementales, hacia los demás pero, sobre todo, hacia sí mismo. Y eso lo hace con quizá la mejor virtud de Banville, su amor por los detalles. Es en su capacidad de percibirlos donde quedan restos de humanidad, manchas de sangre seca que, si no dignifican, al menos provocan una cierta compasión. Al héroe de esta novela se le admira por no ahorrarse un pensamiento que le pueda herir, y se le desprecia, más que por asesino, por ser un pobre hombre condenado a la hiperestesia, como el de Poe, y a la descripción impasible del asco que siente hacia sí mismo. Todo ello, por supuesto, en una prosa impecable, lentamente podada, como si cada frase fuera un bonsai, y no hubiera cambios bruscos sino una orquestación que asciende hasta un final muy pulido, donde brilla esa desesperación del hombre culto que no tiene con qué compadecerse.


John Banville, El libro de las pruebas, trad. Horacio González Trejo, Anagrama, 1991.

2 comentarios:

  1. Deje o no comentario, te sigo con muchísimo interés. Saludos

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  2. Gracias, Luis Antonio. A ver si retomo el blog con más frecuencia.

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