15.1.21

Alcacia

Cuaderno de invierno, 26



No lo llamábamos patio interior porque eso sonaba demasiado fino. Eran las alcacias, siempre con ele, el solar entre los bloques de pisos, donde bajábamos los zagales a jugar a pitones y al escondite, donde se prendía la hoguera de San Antón y las vecinas tendían las sábanas de un alambre que se iba hundiendo en las ramas como una cicatriz. Las alcacias eran árbol de ciudad, cuneta de carretera, enjutas y resistentes. Quizá por eso se cargaron casi todas. Tenían fama de levantar las aceras y romper las tuberías, y fueron sustituidas por plataneros mancos, alheñas enclenques, mandarinos retotolludos y otras especies de adorno que no aguantan una buena nevada. Las alcacias podían con todo, había que arrancarlas de cuajo si no querías que volviesen a brotar. Pasaban el invierno como pintadas con tinta china, esquemáticas y humildes, y en verano eran una fiesta de flores comestibles.
Durante mucho tiempo las alcacias me parecieron un árbol de barrio obrero, y si me gustaban no era por su hojas sino por sus connotaciones. Uno se va despojando de la simbología y queda el árbol desnudo, lleno de armonía, verosímil. La ele le da sin querer un prestigio andalusí, y en realidad es una prótesis que naturalmente los hablantes incluían porque resultaba poco fluido y algo pedante decir acacia. El lenguaje popular se arabizaba para sonar cercano.

Digo esto porque el sol de estos últimos días ha bajado el suflé de la nieve y al lado de la celinda ha reaparecido una vara de alcacia muy fina —algo más de medio metro— que el año pasado ya lucía su ramo de hojas y sus espinas. Las ramas, finas como alambres, no eran lo bastante consistentes y cayeron, pero el tronco, no más grueso que un lapicero, sigue tieso y con buen color. Aguantará, sin duda. La cuidaremos con mimo hasta que empiecen a salirle las estrías. A su alrededor, a la debida distancia, no estaría mal plantar un arboreto de especies infantiles, las moreras de la piscina, los olmos de los caminos, las sargas del río, los cipreses del cementerio. Las nogueras y los cerezos fueron descubrimientos de adolescencia, y chopos y pinos eran lo que había cuando íbamos al campo a merendar. A ver si me da tiempo a verla tan crecida como aquellas. Si para entonces soy capaz de arrodillarme, limpiaré su alrededor y echaré una partida: chivas, pipalmos, tutes y gua.

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