7.1.21

Arce

Cuaderno de invierno, 18



Mientras esperábamos la nieve, aprovechamos estos últimos días templados para desmochar los arces de la valla. La operación lleva su tiempo. Hay que cortar las varas (las finas con la tijera de podar, las gordas con la sierra) y después ir sacando palos de grosores diferentes y dejar los más rectos para rodrigar las frambuesas y los groselleros. Antes los empleábamos también para que trepasen las judías, y quedaban unos caballetes muy rústicos, como pintados por Egon Shiele, injertos de parra y esqueleto, llenos de articulaciones inflamadas.
Si te olvidas de ellos, los arces se hacen foscos y espigados. Si tan solo les dejas cuatro muñones, queda un árbol algo artificial, con su copa esférica de maqueta de urbanización. Nosotros respetamos unas cuantas varas de palmo en cada una de las cuatro ramas principales, para que salgan más vástagos, sean más frondosos y flexibles y no alcancen demasiada altura. Antes los dejábamos crecer a su sabor, pero les salían muchas ramas desmayadas que tapaban el sol a las cebollas, de manera que la necesidad hizo que me guardase mis opiniones sobre los árboles de merendero, esos plátanos con muñones globulosos, cicatrices tumefactas que dan sensación de abuso. El instinto nos dice que una planta tan bárbaramente cercenada tiene que vivir menos tiempo, pero así como los chopos cabeceros me resultan atractivos como un tótem milenario, los arces trasmochos parecen un engendro urbano. A mí siempre me llevan a Verrières, en El rojo y el negro, donde el alcalde presumía de árboles civilizados mientras Julien Sorel se entendía con su mujer. Son muy francesas estas domesticaciones despiadadas. 

Los arces vinieron para traernos sombra rápida. Uno siempre quiere rodearse de lo que parece haber estado siempre allí. Queríamos verlos llegar a la majestuosidad de los nogales o de los cerezos, aunque en el caso de los arces resulta mucho más interesante limitarse a observar cómo crecen, su color verde azulado, marrón violáceo por los brotes, casi berenjena, tonos muy ajenos a la gama de estas tierras. Después de unos años de desmelene, los hemos reducido a su estricta utilidad, y eso, como a los chopos cabeceros y al resto de arrogantes árboles frutales, les hace formar parte de los ciclos. No dan frutos pero los tutoran, ofrecen rica sombra para echar un trago y secarse el sudor de la frente, y su escamonda es casi un rito para convocar al fuego del futuro.

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