Cuaderno de invierno, 36
Ayer llovió con alma, y como esta mañana el terreno estaba muy pesado hemos decidido, aunque falten unos días para el menguante, empezar la poda por el viejo cenador, por un rosal con un tallo como la muñeca de gordo y la madeja de zarcillos de las parras vírgenes que llevaba enredados entre las espinas. También había lianas sarmentosas colgadas de los travesaños y arrastrándose entre las columnas, las matas de yerbabuena y los mechones de césped agostado.
El rosal ha llevado su tiempo. Algunos chupones ya eran varas considerables que invadían el sitio de paso. Por las ramas altas, los muñones habían sido arranque de múltiples tallos que tampoco es que medrasen demasiado. La poda siempre tiene esa precaución de no dañar ningún vástago fértil, pero eso pronto se convierte en el vicio de no dejar más que las ramas principales. Nadie lo podó durante años y siguió dando esas rosas enormes, los pétalos de un rosa fuerte que empalidece hasta llegar al sépalo. Tampoco era cuestión de dejarlo escuálido: bastaba con que se quedase limpio y escoscado.
Con los zarcillos la faena ha sido distinta. Se trataba de enhebrarlos entre los tallos ya secos y como acorchados de las parras más antiguas, que aún transportan alimento suficiente para que sigan creciéndoles las hojas. Otros que habían crecido a pie de tronco los hemos cortado para plantarlos en acodo allí donde las parras vírgenes ya están anunciando el final.
El cenador está aseado, el rosal parece un anciano recién salido de la peluquería, donde le han descargado las vedijas y le han cortado los pelánganos, y así, todo pincho, recién masajeado con abrótano macho, no parece más joven pero da más gozo verlo, y sin embargo ves a los amigos de su generación que empiezan a faltar. Después de arreglar el rosal había que serrar una parra que se murió a principios de otoño. Ya estaba vieja y los muñones apenas daban brotes, tan solo un sarmiento que prosperó con toda la savia que le quedaba al tronco y que allá por el mes de agosto se secó para siempre. Esa parra sufrió, hace años, cuando era joven pero ya daba uvas, la tala salvaje de unos niños que vinieron de visita, y sin embargo se recuperó y se hizo gorda y retorcida. Ha dado unas uvas negras un poco ásperas pero muy dulces. Esta tarde la quemaremos en la chimenea.
No hay comentarios:
Publicar un comentario