Cuaderno de invierno, 38
La batalla de los ailantos no había hecho más que empezar. El exterminio ha seguido como antes del temporal, arrancando las raíces retorcidas, hasta que me he encontrado con un tocón del que salía más de una vara. Al quitarle la hojarasca de encima y descubrirlo un poco con la azada, ha aparecido la madre de las zocas, al menos de todas los que colonizan aquella zona. Le salían, una por cada lado, cuatro raíces gordas como anacondas, imposibles de arrancar por el método de la palanca, tronchos demasiado gruesos que aconsejaban tirar de hacha.
Primero ha habido que descubrir bien el tocón, cavar un agujero a su alrededor hasta que se viese la dirección de cada una de las raíces principales y si había alguna otra que creciera en vertical. Al principio he usado la azuela con la que saco astillas para la estufa, pero la raíz del ailanto no es tan blanda como sus troncos. Luego, haciendo cálculos, hemos llegado a la conclusión de que las raíces llevan quince años engordando sin parar con el humus de las hojas de los membrillos, que forman un túnel de ramas, y el agua que corre por la acequia. He pensado incluso en desenfundar la motosierra, pero es un artefacto del diablo que cuando lo manejo me vienen a la mente demasiadas pesadillas como para estar tranquilo. Al primer rebote en un nudo puede saltar la cadena y abrirte en canal. De modo que me he inclinado por el hacha grande, la de abrir los troncos clavándola una sola vez y golpeando con ella en el tajo como si fuera una maza. Esta vez era distinto. Con lo gruesas que son las raíces, hay que hacer faena de aizkolari. Claro que yo no levanto al cielo el hacha ni la hinco con todas mis fuerzas subido encima del tronco, con los pies descalzos y el dedo gordo peligrosamente cerca de la hendidura; yo, más que golpear con el hacha, la dejo caer bien dirigida. Aun así, la segur es tan pesada que ya he hecho una muesca que llega por lo menos a la mitad de la primera de las cuatro raíces. Estaba la mañana fresca y me he puesto una txapela que compré en Casa Arturo, en Vera de Bidasoa, y un jersey azul de lana con cremallera. Para ver lo que estaba haciendo mientras descansaba de hacerlo, yo creo que iba bien conjuntado.
Ese tipo de trabajos se hacen mejor con el azadón.
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