13.1.21

Sonido

Cuaderno de invierno, 24



La paz es la ausencia de viento, y Teruel es la cuarta provincia menos ventosa de España. Lo leo en El triángulo de hielo, de Vicente Aupí, mi libro de cabecera para estas jornadas polares. Así que sin viento las mañanas de sol, aun con temperaturas bajo cero, suelen ser muy agradables. Descanso de picar hielo en el caminillo (una placa de cinco centímetros debajo de la nieve) y me voy un rato con los perros, que están contemplando el paisaje. Con ellos escucho la mañana. La nieve amortigua el sonido, absorbe los ecos cruzados. Aunque yo creo que, más que amortiguar, lo que hace es limpiarlo. Hay un fondo de copos de nieve que caen de los árboles y se estrellan contra el suelo, y en el trayecto producen un sonido metálico, como de campanillas de viento, al golpearse con las vainas secas del ciclamor. Dan esa sensación que al principio nos daban los discos compactos, de los que nos llamaba la atención su asepsia diamantina, el hecho de que no hubiera nada más que aquello que sonaba. Una banda de viento metal en un valle nevado tiene que ser toda una experiencia. Incluso el chillido de un grajo que aletea entre las ramas de los chopos es una octava más agudo, y esa nitidez es lo que hace comprenderlo mejor: es sin duda un grito de alarma, de frío, de no ver ningún gusano en semejante lápida sin inscripciones, o de haberse perdido. Los grajos ven más que nosotros, pero aquí no hay nada que ver. Esa luz blanca restallante tiene que ser más agresiva incluso para ellos, que se emboscan para huir de los deslumbramientos.

Entiendo su actitud porque los escucho mejor. La acústica es perfecta. Las voces no reverberan ni se desvanecen, son de límites tajantes, y ese timbre cristalino pronuncia universales del significado. Algo se ha movido entre los desmayos de la acequia y Galán prorrumpe en roncos ladridos, que no resuenan por el valle como de ordinario, no tan orfeónicos, pero sí más nítidos, más afilados, probablemente el sonido que escuchen los gatos, no el ladrido pánfilo que a veces oímos nosotros sino el bramido potente que avisa y amenaza. Yo mismo pego un grito que casi no me da tiempo a escuchar, y en todo caso lo oigo más por dentro que por fuera. No sé qué habrán pensado los mastines.

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