19.2.21

Amor insuficiente


Balzac continúa dándoles la vuelta a las convenciones menandrinas de Molière. En El baile de Sceaux la figura central es Emilia, hija casadera de un «viejo vendeano», es decir, un simpatizante de las revueltas populares contrarrevolucionarias de finales del XVIII (un antecedente de lo que aquí sería la guerra carlista: siempre copiando a los vecinos). El padre, como todos los padres de comedia, quiere rancio abolengo con dinero, pero la hija, una niña pija de manual, quiere más, un par de Francia, de los muchos que tanto el gobierno revolucionario como luego Napoleón nombraban a capricho. A ella le dan igual las raíces del árbol genealógico, porque «existen muy buenas casas descendientes de bastardos» y «la historia de Francia abunda en príncipes con barras en su escudo», lo cual no significa que la niña pueda contentarse con un conde cualquiera. No basta —aunque es imprescindible— la nobleza de sangre: tiene, además, que codearse con la florinata.

La novela comienza, otra vez, con un largo preámbulo, esta vez histórico, sobre las nostalgias monárquicas del padre, y otra vez se desata en veloz y divertida narración cuando nos presenta a la hija tiquismiquis, que no ve más que defectos en sus pretendientes, todos ellos, según su padre, buenos partidos. Por ella no pasa la idea de que quizá el amor sea un buen motivo para casarse, y reivindica con altanería su derecho a decidir por sí misma. Tiene gracia esta paradoja: como producto de la Revolución, reclama su independencia de criterio; como cría de alta cuna, solo quiere un aristócrata poderoso. No hay revolución que elimine los vicios clasistas. Cien años después, como contaba Amor Towles en Un caballero en Moscú, los gerifaltes del partido quitaban las etiquetas de los vinos exclusivos para que parecieran iguales que los vinazos de taberna. Pero solo se las bebían ellos. Y otros cien años después, lo primero que hacen los partidos del pueblo es crear su propia aristocracia, o codearse con la de toda la vida. En fin, citaríamos a Lampedusa si no fuera tan manido.

El caso es que la niña mona melindrosa va dejando pasar el tiempo sin que aparezca nadie a su altura. Pero hete aquí que en un baile campestre, en Sceaux, fuera de las poses parisinas, su mirada se topa con un joven que la derrite, y «su egoísmo se metamorfoseaba en amor». Para conquistarlo, Emilia se vale de su tío, un anciano vicealmirante que no duda en faenar de celestino para que su ojito derecho encuentre al galán por quien bebe los vientos, en una escena de rancedumbre, equitación y duelo a primera sangre que no llega al río pero está muy bien pensada. Y sí, los jóvenes, Emilia y Maximilien, se enamoran como lo que son, pipiolos instintivos.

Hasta aquí, lo clásico. A partir de aquí, Balzac. Porque la niña, entre los sofocos del amor, solo tiene una preocupación: ¿estará Maximilien a su altura? El apellido, Longueville, figura en los legajos nobiliarios, pero… Es estupenda la escena en la que, en vez de preguntarle si la amará toda la vida, Emilia le pide los papeles. Y el otro, más volteriano que goethiano, la deja con la duda. Pero pronto se descubre la tostada, la gran tragedia de la muchacha: ¡Maximilien es un comerciante de paños! Es la rima que ata esta novela y la anterior (a no ser que el negocio textil sea la esencia de la serie, ya veremos), y un escollo que la desairada Emilia es incapaz de atravesar. No hay ola de amor que pueda con una tienda de ropa, ay.

Antes y después, en las comedias clasicistas y en las películas de Hollywood, la cosa debería volver a sus cauces melodramáticos. Aquí, no. Emilia rechaza a Maximilien, comme il se doit, sin esperar a las casualidades cómicas de siempre. Porque el buen mozo sacrificó su fortuna en favor de su hermano diplomático y por eso se quedó entre los retales, pero un accidente oportuno quitó de en medio al hermano y le dejó no solo la fortuna sino la condición de par de Francia. Cuando todo eso sucede (en media página), Emilia ya ha plegado velas y, a falta de pretendientes de tronío, se termina casando con su anciano tío, el vicealmirante que le hizo de alcahuete. Las murmuraciones especulan sobre qué tipo de matrimonio es ese, qué clase de comedia es esa en la que la doncella se acaba casando con el viejo tolerante. El prototipo que nosotros conocemos como El sí de las niñas acaba saltando por los aires, Emilia paga su ambición, aunque quizá sea lo más apropiado a su carácter. La comedia se hace real, y de paso nos proporciona un nuevo tópico que, por ejemplo, en manos de Galdós y su Evaristo Feijoo acabará cobrando una extraordinaria dignidad.

Como ya sucedió en la primera novela de la serie, Balzac nos sorprende por su frescura (una vez resuelto el expediente introductorio) y por su habilidad mitográfica. En medio de las casualidades de salón, Emilia es real, el ejemplo de la mujer que se hunde en sus aspiraciones, desde luego menos atractiva que Augustine, pero, otra vez, un modelo para que Stendhal lo explote en la fascinante Mathilde La Mole. Los guionistas de sobremesa no tienen más que acudir a estas novelas para encontrar sus tramas, aún ahora, aunque pocos se atreven a huir de los finales previsibles. Y, en fin, como ya me ocurrió en La casa de «El Gato juguetón», de pronto me encuentro con destellos, avant la lettre, de un tono familiar. Por ejemplo, en el momento en que Emilia siente por vez primera la atracción de Maximilien:


Nos ocurre a menudo mirar un vestido, una tapicería, un papel blanco con la suficiente distracción para no percibir en él inmediatemente una mota o algún punto brillante que más tarde impresionan súbitamente nuestros ojos como si no hubiesen aparecido hasta el instante en que los vemos; por una especie de fenómeno moral bastante semejante a este, la señorita de Fontaine reconoció en uno de aquellos jóvenes el tipo de las perfecciones exteriores en que ella soñaba desde hacía tanto tiempo.


¿Leyó esto Proust? 


Honoré de Balzac, 'El baile de Sceaux', La comedia humana, I, traducción de Aurelio Garzón del Camino, Hermida editores, pp. 107-179.

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