Acercarse ahora a Knut Hamsun me temo que requiere una justificación. Las biografías sumarísimas insisten en que a la vejez le salió una viruela fascista que, ay, desautoriza su obra completa. Yo he llegado a él por otras vías menos paranoicas que me llevaron a curiosear en la literatura escandinava, de la que Hamsun es, junto con Ibsen o Strindberg, uno de los grandes. Era una celebridad desde que en 1888 publicara Hambre, y fue en 1920, tras publicar La bendición de la tierra, cuando le dieron el premio Nobel. Luego todo se volvería más turbio.
No hago caso a esas historias. Leo con placer a D’Annunzio y sigo citando a Pirandello, del mismo modo que Celine me repele y pienso que Marinetti estaba zum-zumbado, pero no por ello cuestiono su importancia. En España, ya Umbral me hizo ver que Agustín de Foxá era un fino estilista y Rafael Sánchez Mazas (que vistió a los falangistas con el azul de los arrantzales y, sobre todo, engendró al gran Ferlosio) escribió una buena novela, La vida nueva de Pedrito Andía. Últimamente se airean documentos filofranquistas de Cela para seguir lapidándolo, y yo no pierdo ocasión para celebrar su estilo incomparable y algunos de sus libros, joyas absolutas de nuestra literatura. ¿Me convierte eso en sospechoso? El otro día leí un sesudo artículo que desautorizaba la obra de Umberto Eco porque en El nombre de la rosa hay un tratamiento machista de la chica que se lía con Adso de Melk. Quien lo escribió demostraba que solo había visto la película, pero daba igual: ya puestos, La estructura ausente u Opera aperta también había que arrojarlos a la hoguera. Si todos los anacronistas patrios fueran, al menos, un poco coherentes, de la primera mitad del XX no quedaría en pie más que Carmen Laforet (hasta que se enteren de que admiraba a Baroja, claro).
El caso es que en Noruega parece que se avergüenzan un poco de Hamsun, al mismo tiempo que señalan La bendición de la tierra como una de las piezas más influyentes del siglo XX. El resultado de uno y otro etiquetado es que sus libros se dan por amortizados. Y sin embargo hay elementos todavía interesantes en esta novela. El primero, su manera de narrar, de contar, más bien, porque mientras los escritores de su época hurgaban inacabablemente en los instantes y en los detalles, Hamsun da la sensación de estar escribiendo un argumento de casi cuatrocientas páginas, con una prosa que saca el lirismo de la desarticulación, de la yuxtaposición de frases que en los tediosos cánones de redacción actuales exigirían una porción de marcadores textuales que Hamsun poda con eficacia. Muchos años después, esa forma de narrar, pero más melosa y melodiosa, haría las delicias de los garciamarquistas…
La bendición de la tierra no escapa, empero, de lo que, por lo que atañe a nuestra literatura, he llamado alguna vez la novela jarrapelleja, es decir, el tema campestre como excusa de la brutalidad. Hamsun nos cuenta la historia de Isak, un colono «de barba de hierro» que se va con el hatillo a una tierra pobre que no quiere nadie, y busca una moza que tampoco quiere nadie porque tiene el labio leporino. Los dos trabajan como acémilas, levantan chozas, drenan ciénagas, tienen hijos, vacas y cabras, huyen de los avances tecnológicos, en este caso en forma de telégrafo, y levantan piedras con las manos. Isak es simple y forzudo, e Inger, su mujer, asume su condición de mula porque con ese labio monstruoso no puede pedir nada mejor. Pero pasa por su choza un «mendigo lapón» que, al saber que Inger está preñada, le regala una liebre. La mujer pare una hija con el labio partido y la mata, quizá porque no le desea una vida como la suya, pero este infanticidio (y otro más, como el de la sirvienta Barbro) se convierten en la sustancia dramática de la novela. Inger termina en prisión, pero allí le cosen el labio y la enseñan a coser vestidos, de modo que a su regreso lleva incorporada una casquivanía que hace del pobre Isak un cornudo a tiempo parcial. Uno se pregunta si el relato no parte de una misoginia un poco sádica (Oline, la vieja que trajo al lapón, también es una pájara de cuidado), hasta que, casi al final, el juicio a Barbro, la otra infanticida, es ocasión para desplegar unos cuantos discursos en favor de la mujer que no acaban de compensar la idea de malas pécoras que ha ido construyendo en las trescientas páginas anteriores.
Pero hay un personaje, Greisler, que termina de mosquearnos. Isak construye una granja que acaba pareciendo un pueblo entero. Se hace rico, «el marqués del páramo», después de años de durísimo trabajo, pero nada de lo que consigue habría sido sin los favores, consejos y regalos del tal Greisler, un excomisario que aparece cada vez que las cosas van mal. Es como el señor Lobo de Pulp fiction, capaz de arruinar a los mezquinos para enriquecer al laborioso Isak, decirle qué tiene que comprar (o regalárselo) y cómo tiene que cultivar una tierra dura, helada y aguanosa. ¿Qué significa Greisler? Supongo que los eruditos noruegos habrán llegado hace décadas a alguna conclusión, pero al lector moderno y extranjero le suena a que por sí mismo el labriego no es capaz de nada, que necesita la tutela de un demiurgo que cada vez que aparece por allí le soluciona la existencia. ¿Un símbolo de las obligaciones del estado? ¿Una metáfora del dios que premia a los justos y esforzados y castiga a los oportunistas y avarientos? ¿Un Melquíades de la nieve?
No sé en qué se verán reflejados los noruegos. Pero a esa extraordinaria precisión con la que se publicita la novela de Knut Hamsum, y a pesar de su forma tan compacta de narrar, yo diría que le sobran unos cuantos kilos. Igual que la sublimidad sin interrupción termina resultando empalagosa, la precisión inagotable acaba siendo cargante.
Knut Hamsun, La bendición de la tierra, traducción de Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo, Nórdica, 2021(=2015), 362 p.
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