No tiene ninguna trascendencia, pero me llama la atención que el novelista que mejor conoce nuestra lengua recurra tantas veces a las mismas dos palabras: ‘práctico’ y ‘sombrío’. La primera forma parte de ese lenguaje que dignifica lo trivial, y en el que Mendoza es, también, un maestro. Su dominio de las locuciones fraseológicas y de los verbos específicos es ya un placer en sí mismo, un tanto melancólico en un mundo en el que todo existe y todo se realiza, dos proformas odiosas (e incorrectas las más de las veces) que yo prohíbo a mis alumnos.
Un ejemplo tomado al azar:
La idea de Carol, tanto en lo referente a sus posibles orígenes biológicos como a mis pesquisas, me parecía absurda e incluso perniciosa, pero no me atreví a contrariarla. Por su temperamento, Carol era capaz de enfrentarse a situaciones extremas con una prontitud e irreflexión rayanas en la temeridad, pero cuando le asaltaba la incertidumbre o perdía la seguridad en sí misma era de una extrema fragilidad y, en su estado, yo quería evitarle todo lo que pudiera afectar a su equilibrio anímico. A todas luces la inminente maternidad había cambiado la noción de sus padres que había alimentado hasta entonces. Aquél era un terreno que requería ser andado con la máxima delicadeza.
Esto también podría decirse así, claro:
Lo que pensaba Carol de sus orígenes y de mis investigaciones me parecía que no tenía sentido y era peligroso, pero no le dije nada. En situaciones extremas, Carol actuaba sin pensar, pero luego le entraban las dudas y se volvía débil, y yo no quería que se desequilibrara. Iba a ser madre y ya no pensaba lo mismo de sus padres. Y yo tenía que ir con cuidado.
Pero así no tiene ninguna gracia, y aun con todo me juego algo a que en los talleres de escritura creativa lo bueno es el engendro de abajo, no la hermosura de arriba. Qué le vamos a hacer. En el catálogo de nostalgias que me ha brindado Transbordo en Moscú, no es la menor la de una lengua rica y transparente, que parte de la consideración de que cualquier cosa se puede contar como si fuera más importante de lo que a veces creemos que es. El lado bueno de la realidad no siempre es su expresión más cruda. Recuerdo que mi padre, cuando algún conocido suyo tenía una tienda, para él siempre había «abierto un establecimiento», que a mí me sonaba como algo más importante, a la altura de las ilusiones que había puesto el conocido y de la consideración con la que mi padre lo contaba. La prosa de un libro convence cuando después de cerrarlo uno puede seguir contándose su propia vida en parecidos términos, y tiene la sensación de que, así dicho, no es que lo que se cuente de sí mismo sea mejor, sino que está tratado con respeto no exento de ironía, con familiaridad y comprensión, pero nunca con esa mala baba, falsa y autoinculpatoria, de quienes juegan al malditismo.
La riqueza de una lengua sirve para eso, para dignificar lo mínimo. No para apiadarse de ello sino para considerarlo en los términos que mejor lo comprendan y más lo valoren. Mucha literatura de los oprimidos, mucha farfolla reivindicativa se pierde por ese agujero. Llevamos demasiados años en que los que escriben bien sueñan con casar palabras que nunca antes estuvieran juntas, e inflan las páginas de hallazgos, y tapan la novela con su persona. El lenguaje fraseológico, en cambio, puesto que se compone de unidades léxicas más amplias, agiliza la lectura y admite recursos retóricos que sin embargo no se van muy lejos de nuestra forma de hablar más natural, al menos, ay, de anteriores generaciones. La nuevas hablan un lenguaje lleno de existencias y realizaciones, pero sin ese sabor del giro, sin esa gracia del adjetivo exacto.
La otra palabra que aparece mucho en Transbordo en Moscú, ‘sombrío’, dice mucho de su contenido. Este tercer volumen de las aventuras de Rufo Batalla está cubierto por un velo de desengaño. Los episodios históricos brillan con su implacable carácter habitual, pero también con un escepticismo que si no roza la misantropía es porque Mendoza sigue siendo un escritor muy majo. Los episodios humorísticos, aquí muy atenuados (como si el príncipe Tukuulu le hubiera dejado de interesar), divierten con la sonrisa un poco ladeada; son buenos, pero están anubarrados por una melancolía un poco tristona que no hace sino crecer con la novela. Aquí también se confiesa Mendoza lector del Tolstoi de Guerra y paz, cuyos últimos cientos de páginas se ensombrecen de enfermedades y de muertes, de inviernos y de abandonos. Los vaivenes de Rufo Batalla se entreveran con los de quien ha pasado por momentos dolorosos, como si el autor lo mirara con más cariño que ganas de juerga. El episodio de la isla de los piratas, en anteriores entregas, era de un desenfado contagioso; aquí, el de sus cuitas con los servicios secretos suena un poquitín manido, pero sobre todo se desarrolla en ámbitos húmedos y oscuros, llenos de gente vieja y mal alimentada, como un decorado de la decrepitud. Las mujeres ya no son Marichulis fascinantes y divertidas sino damas que huyen de sí mismas. Las relaciones de pareja, tinglados que tampoco merecen una lágrima cuando se vienen abajo, pero quizá sí una sonrisa cuando recobran su precaria estabilidad. A los hijos se los mira con distancia y, como diría el otro, con afecto y guasa; a los que fracasaron, con una palmada en el hombro, y a los que consiguieron lo que querían, con sincera satisfacción. Con la mujer del protagonista, Carol, se diría incluso que Mendoza ha mezclado a la Teresa de su querido Marsé con el Stuar Pedrell de su querido Vázquez-Montalbán. Más melancolía.
No lo digo como un pero. Es el encanto de esta tercera entrega, la cercanía de quien, para contar con gracia una vida insulsa, no ha querido sobreponerse a la tristeza con que la contempla. No, no es la más divertida de las tres novelas, pero quizá sí la más interesante. El gusto de leerla, que al final es lo que importa, sigue siendo el mismo de siempre.
Eduardo Mendoza, Transbordo en Moscú, Seix-Barral, 2021, 370 p.
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