15.5.21

El cristo que lo fundó


William Faulkner representa un modelo de celebridad literaria imitado solo en las formas. Nos gusta imaginarlo sentado en el porche de su casa, cerca de Oxford, Mississipi, jugueteando con la pipa, mirando a los lejos a un caballo a medio domar y vestido con ropa elegante y andrajosa, y con la mala uva del que se ha cerrado en banda después de que se haya dado cuenta de que buena parte de su fama procede de que mucha gente no entiende lo que escribe. En las entrevistas que ahora publica en español Reino de Redonda, a veces ocurre lo mismo que en algunas de sus novelas: uno sigue el camino hasta que la sobreabundancia de indicadores le hace sentirse un poco perdido. Faulkner habla y en los mejores momentos aparece una especie de prolijidad contradictoria, como si, matizando aún más lo que acaba de decir, en cierto modo lo negase.

Hay, en todo caso, un Faulkner tópico, el gran escritor sureño (no tan apreciado en su país como fuera de él) al que siempre se le hacen las mismas preguntas, con el candor y la autocomplacencia de quien piensa que es la primera vez que le son formuladas. Una vez, por ejemplo, Faulkner dijo que, de los cinco mejores escritores norteamericanos contemporáneos, el primero era Thomas Wolfe y el último Hemingway, pero añadió que en esa clasificación, en la que él estaba el segundo, obedecía a la grandeza de los fracasos, no a la seguridad de los aciertos, que es lo que, a su juicio, hacía Hemingway: no correr riesgos. La misma pregunta se la hacen casi siempre, y él acaba contestando con las mismas frases, y lo mismo sucede cuando le preguntan por la raíz del problema racial, por los libros que más le gustan o por su amor por los caballos. Hay un Faulkner indolente que responde con frases, pero a veces, en cuatro o cinco entrevistas, también un Faulkner desatado que piensa en espiral sobre esos mismos asuntos, como buscando la expresión exacta pero abarcando cada vez más. Y así hay entrevistas memorables (varias en Japón, una a un estudiante inglés, otra a un periodista sabueso) sobre su fe inquebrantable en el hombre y en su capacidad de sobreponerse a su miserable condición, o sobre el hecho de que las novelas se hacen a sí mismas, crecen de manera orgánica, y el escritor no es más que el cronista que siempre queda por debajo de lo que quiere contar. Cuando aparece el Faulkner antipático, sus respuestas son graciosas; cuando está a gusto y se desmelena, son, además, muy interesantes.

Esa fe en el hombre la defiende el creador de Flem Snopes, el perturbador forastero de El villorrio…, o de la turbulenta familia Compson, o del descerebrado Bayard Sartoris, y en Faulkner, más que contradictorio, suena como si al decirlo estuviera pensando en algo distinto a lo que pudiera pensar cualquiera que lo escuchase, algo menos complejo pero muy distinto. Cada vez que le preguntan por la violencia de sus obras, Faulkner le quita importancia, o se la adjudica a una cuestión poética. En términos antiguos, Faulkner es un poeta épico, y no hay épica sin violencia. Quizá por eso nombra tantas veces la Biblia (el Antiguo Testamento, no el Nuevo) como una de sus lecturas favoritas, además de Cervantes, Shakespeare y, entre los modernos, Joseph Conrad. «Leo lo que leía de muchacho», dice varias veces, aunque en otras aconseja al escritor que lea, que lea sin parar e indiscriminadamente, las grandes obras y, como dijo el otro, los papeles que ruedan por el suelo. 

Lo que sí da gusto es la sencillez con que despacha sus obras maestras. Ni La paga de los soldados ni Mosquitos le producen demasiado entusiasmo, ni tampoco Santuario, pero sí las que crearon a partir de Sartoris su espacio mítico, y muy especialmente El ruido y la furia, a la que considera su más grandioso fracaso. Del encuentro con su saga mítica no dice más que le pareció que podía contar cosas que pasaban o habían pasado cerca de casa. De El ruido y la furia, que empezó con una imagen de una niña subida en un árbol y las voces y las partes se fueron agregando por necesidad. De Mientras agonizo que fue muy sencillo y la escribió en seis semanas. Poco más. Son interesantes sus asientos contables: los años que le llevó Una fábula, lo rápido que salió Luz de agosto, o el hecho de que solo una vez, subiéndose a un tejado con tabaco, papel, un lápiz y una botella de bourbon, y derribando la escalera de mano, llegó a escribir seis mil palabras en un día, una barbaridad que leyendo a Faulkner da la sensación de que hubiera sido lo más habitual. En todo caso, «el autor lo que intenta hacer, por encima de todo, es hablar de seres humanos que están en conflicto con sus conciencias, sus sentimientos, o unos con otros, o con ese entorno». Lo demás es accesorio: escribir mucho o poco, a máquina o en papel, a una hora u otra, con tal o cual estilo o influencia. En el fondo late la idea de que el verdadero talento no necesita romperse la cabeza. Puede dedicarse a la labor limae sin por eso seguir ninguna pauta previa. No necesita teorizar. Se ocupa de aspirar a otro fracaso majestuoso, a otro empeño inabordable, pero la que trabaja es la intuición, no el laboratorio.  

    En sus influencias más evidentes se nota este desprecio por justificar la técnica. A Joyce dice haberlo leído después de El sonido y la furia, pero cita con insistencia y elogiosamente Los hermanos Karamazov, otra de sus lecturas predilectas. Y no me extraña. Interpreto que él no iba tanto detrás del alarde estilístico como de esa riada brumosa y absorbente, honda y brutal que se desata en Dostoievski, quien decía que toda la literatura moderna rusa salía del abrigo de Gogol. Uno tiende a pensar que Faulkner sale del abrigo de Dimitri, el hermano Bayard de los Karamazov. De Joyce utilizó una idea: que cada escena requiere un tono, una voz, un estilo, pero de Dostoievski sacó forma de ver la literatura y al ser humano, su atormentada fe en el ser humano.

Detrás, en torno, está el hombre menudo que vive con sus caballos y sus personajes, escucha en el recuerdo a su ama de cría y le importa muy poco lo que puedan decir de él, o eso aparenta. «Pienso que la salvación del hombre reside en su individualidad, que tiene que creer que es importante como individuo, y no en tanto que parte de un grupo». Nada más lejos de Faulkner que los círculos literarios, al menos nada más despreciable. Igual que sus novelas nos impactan con su olor a establo violento, la voz del Faulkner de carne y hueso tiene ese acento sureño acostumbrado a los fenómenos naturales, por catastróficos que resulten. Considera, como Shelby Foote, que la Guerra de Secesión consistió por encima de todo en que unos estados invadieron a otros y estos se defendieron. Se declara tranquilamente liberal y a favor de la igualdad entre blancos y negros, y desprecia los guardaespaldas que otros liberales como él tienen que llevar: «se armaría un lío demasiado gordo», y esa es su principal protección. Pero al mismo tiempo piensa que la imposición de esa igualdad, en un pueblo tan estúpido, tan bruto, no dará resultado, de modo que lo mejor es esperar a que las cosas se resuelvan por sí solas, con calma y una caña. 

Faulkner usaba la perspectiva del mito para casi todo, y había sabido construir el suyo propio. Normalmente un autor va creando un mundo de personajes a partir de jirones de sí mismo. Con Faulkner, leyendo sus entrevistas, uno tiende a pensar que sucedió al revés, que fue el mundo que había creado el que le impuso la forma de ser más fiel a sus personajes. En todo caso, hablando o por escrito, necesita poco para ser fascinante.


    William Faulkner, León en el jardín (entrevistas 1926-1962), traducción de Antonio Iriarte, Reino de Redonda, 2021, 413 p.