29.1.22

Expiación


Les tengo a los daneses un punto de ojeriza desde aquella final de 2013 que España les ganó por 16 goles de ventaja. Fue bochornoso. En el momento en que juzgaron que les iba a ser imposible ganar, ni siquiera mediada la primera parte, bajaron los brazos y dejaron arrogantemente que les metieran una paliza. Negarse a competir fue una manera bastante rastrera de deslucir una final y adulterar un espectáculo que entonces vinculé con los vicios del deporte profesional, equipos capaces de mandar un partido casi entero a la basura por no dar prestigio a los rivales con su esfuerzo. De pequeños era un síntoma de soberbia o cobardía, o de las dos cosas a la vez.

Este campeonato de Europa me he acordado de aquella final, hace un par de días, cuando Dinamarca se citó con España porque le pareció peor que Suecia. El entrenador, que si lo veo por la calle pensaría que es el padre de Djokovic, tiene esa gestualidad sádica de los que creen que de las humillaciones se aprende. A la soberbia supremacista se unía la cobardía de negarlo. No se dio cuenta ese sujeto de que ningún equipo había sido capaz de defender como normalmente defiende España. Fallaron los técnicos, que se pensaban que España también se limitaría a ver pasar la pelota a toda velocidad de un lado a otro desde las manos peludas de Mikkel Hansen. En su desbordado narcisismo, Jacobsen pensó que Jordi Ribera le alinearía obedientemente a sus jugadores para que Hansen o Gidsel los fusilasen. No contaba con las guerrillas avanzadas de Aleix Gómez o Aitor Ariño, ni con que Joan Cañellas o el greciano Agustín Casado estaban engrasando sus escopetas. De ninguna manera podía imaginar que dos pipiolos en la selección como Peciña o Sánchez-Migallón iban a poner en su sitio al pivote Hald, o que entre unos y otros iban a secar a Gidsel, que hasta hoy parecía el no va más. No recuerdo una sola transición fluida y veloz de los daneses, de esas que hipnotizaban a los rivales de la main round.

Pero la culpa no es solo del entrenador macarra. La culpa también es nuestra. Dábamos el partido por perdido. Reconozcámoslo. Nos ha faltado la fe que les ha sobrado a los jugadores. Toda una alineación titular, salvo el portero, había desaparecido, y en esas circunstancias lo normal es que no se traspasen ciertos límites. Anoche, frente a los grandes daneses, vi los cinco primeros minutos, la incomprensible flojera de los lanzadores españoles, y estuve a punto de irme a la cocina y volver solo de vez en cuando, a ver cómo iba la cosa. En mi favor puedo esgrimir que me quedé en el sillón, afrontando con entereza lo que se venía encima. Y lo que se vino encima fue un espectáculo extraordinario de templanza y de estrategia. La selección le ganó por cuatro goles a Dinamarca pero Jordi Ribera le metió a Nikolaj Jacobsen una goleada escandalosa. Qué placer daba verlos defender, mantener lejos a los atacantes, relentecer sus transiciones, tapar los espacios, desordenar al rival. Los daneses no supieron qué hacer. Jamás fueron una amenaza cuando iban por detrás. Si no era la majestuosa defensa, era Gonzalo Pérez de Vargas, que para eso está, sobre todo cuando tiene que estar.

Igual soy yo el único aficionado que le debe a la selección un desagravio. Me gustaron mucho ante Suecia en la primera fase, pero luego ganaron a equipos menores por los pelos. Hasta Bosnia se les atragantó. Lo de Rusia fue de traca y con Noruega vimos que o comíamos más espinacas o las hordas nórdicas iban a darnos un serio disgusto. Pero no, tampoco era una cuestión de fuerza ni de cañonazos. Las líneas enemigas se ganaban con inteligencia. Ribera desarboló ese fondo rectilíneo y claro que tienen los nórdicos. Ellos van con sus héroes altos y rubios, pero en esta parte de Europa dan mejor resultado las emboscadas de los grandes y las infiltraciones de los pequeños, sobre todo Aleix, que hizo un partido mayúsculo.

No nos cabe la más mínima duda de que ganarán a Suecia en la final, y de que también habrían ganado a Francia si los franceses se hubiesen traído porteros al campeonato. Si ocurre, es un decir, que en algún momento van por debajo en el marcador, me limitaré a sonreír como aquel que sabe cómo van a terminar las cosas. Casi hasta he perdido la ilusión de ver el partido, que siempre se nutre de incertidumbre. Está tan claro que van a ganar que sé que disfrutaré de su juego, pero me gustaría ese punto de emoción de las grandes finales. Una lástima. Creo que es lo único que les podemos reprochar, que nos hayan privado del suspense.

No sé si con esto valdrá para expiar mi culpa. 

7.1.22

La música banal


Al final de El mundo de Guermantes reaparece el barón de Charlus, de quien se lleva hablando varios cientos de páginas porque el protagonista ha quedado en ir a visitarlo. Son quizá las páginas más violentas (no las más duras) de los tres primeros volúmenes de En busca del tiempo perdido, cuando el narrador, harto del cínico desprecio del barón, le destroza la chistera, algo que parece complacer a monsieur de Charlus. «Con un movimiento impulsivo, quise romper algo, y (…) me precipité sobre el sombrero de copa nuevo del barón, lo tiré al suelo, lo pisoteé, me cebé en él, queriendo desbaratarlo por completo; arranqué el forro, desgarré en dos la corona…» (p. 634). En la época tenía que ser una muestra de agresividad aristocrática (habrá que echarle un vistazo a la biografía de Painter), aunque a mí me recuerda a una escena del Gordo y el Flaco, los payasos que se rompen el sombrero y después cruzan los brazos con altanería, como diciendo: «Ahí queda eso, barbero». Claro que, con la actitud sebosa del barón, lo de menos era destrozarle el sombrero: se había merecido hacerle añicos las porcelanas alemanas del saloncito donde tiene lugar el altercado, algo que el narrador no hizo en consideración a la clase de su oponente y a la belleza de los búcaros. 

Salvo esta escena de violencia extrema, en El mundo de Guermantes no hay acción más allá de la curiosidad que el narrador tiene por Saint-Loup, de la muerte la abuela y de la violencia interior (no en el sentido agresivo sino en el incómodo) que siente cuando se da cuenta de que los aristócratas quizás se comporten así porque está él presente, que no es aristócrata, y que cuando se vaya se dedicarán a sus pasatiempos de clase. Lo demás es una escena sostenida de marquesas y altezas poniéndose a parir las unas a las otras, con un sujeto repulsivo, monsieur de Guermantes, que se complace en tratar en público a la bella Oriana, su esposa, como a una cualquiera. Todo ello en un entorno delicado, atento a los más mínimos detalles, en un ajetreo de comidas, paseos, cenas, óperas, excursiones y cambios de vestuario que da una permanente sensación de movimiento, aunque también resulta cómica la mala vida que se dan los aristócratas, siempre de visita, en perpetuo canturreo desde su rama del árbol genealógico. Dice algo de ellos el narrador que a Valle-Inclán le habría complacido: «Los grandes señores son casi la única gente de quien se aprende tanto como de los aldeanos; su conversación se engalana con todo aquello que concierne a la tierra, a las mansiones señoriales tal como estaban habitadas antaño, los antiguos usos, todo lo que el mundo del dinero ignora profundamente.» 

Y eso que, dicho sea de paso, Valle-Inclán y Proust no estaban en la misma onda. Lo explica don Ramón en un artículo del año 26, que de paso sirve para una buena descripción del arte de Proust. Allí dice, con respecto a su estética literaria, que prefiere describir la acción, «que todo sea la acción misma», no comentarla. De este modo, el «interés está en los mismos personajes desde el momento en que se presentan», frente a esa otra estética «que, cuando los personajes y la acción son triviales, deja poner al autor el comentario y la explicación», y pone «lo que no hay en los hechos, recargando la obra, incluyéndose en ella como un nuevo personaje, como el verdadero protagonsta». Del arte que a él le gustaba, pone como ejemplo a Shakespeare; del otro, a Anatole France y a Proust. Claro que luego llega Umbral y descubre en Proust «al yo, al yo descarado», y declara con altivez que En busca del tiempo perdido no es una novela sino un libro de memorias, porque para Proust (y para Umbral) el yo que se cuenta a sí mismo no tiene por qué limitarse a la constatación estricta de los hechos, es también su yo inventado, su vida interior, que casi siempre es una deformación, para bien o para mal, de la vida exterior y perceptible.

Yo lo que veo en este volumen, el más estático de los tres primeros, como una carrera en bicicleta para ver quién llega el último, es algo que solo llega a apreciarse en toda su profundidad escuchándolo en un audiolibro, en francés, sobre todo si uno no entiende el francés oído y muy lentamente el escrito. Hay largos pasajes genealógicos que forman la verdadera «música de los nombres», el primer empeño de esta novela, tratar la palabra como sonido puro, sin más significado que el que inspira. Sobre la base de algo tan corriente como hablar sin descanso de parentescos, la conversación como puesta al día permanente de la identidad de los otros, la fanfarria verbal de los apellidos ilustres, la novela avanza (es un decir) como antiguamente se paseaba por los pasillos del Louvre, no para ver cuadros sino para estar rodeado de ellos, como por un bosque de especies muy antiguas y valiosas en las que solo nos detenemos de vez en cuando, al hilo de algún comentario banal. El resultado, en la memoria, ocupa un espacio parecido al de una exposición de pintura de la época. El placer del texto garantiza la continuidad. 

En la escritura de Proust hay dos elementos que me desconciertan. El primero es una cuestión de dispositio. La novela fluye como un todo apenas dividido en dos muy extensos capítulos. El primero empieza en París, con el traslado de la familia del narrador a un piso de un palacete propiedad de los Guermantes, sobre todo de la duquesa de Guermantes. El narrador asiste a una representación de Fedra interpretada por la Berma, con quien tanta lata dio en libros anteriores y que ahora ya no le gusta, porque él va detrás de la madama Guermantes, que al final del pasaje le sonríe. Como la señora parece inaccesible y el narrador no pasa de seguirla y observarla (de lo que la duquesa se da cuenta), decide viajar a Donciéres, donde el joven Saint-Loup, sobrino de la duquesa, sirve en un regimiento. Allí el narrador se sume en la nostalgia y habla con soldados sobre el arte de la guerra, y trata de que Saint-Loup le presente a su tía. La excusa que encuentra es ver los cuadros de Eltsir del palacio de la duquesa, para lo que Saint-Loup se compromete a llevar a cabo las gestiones oportunas. Pero también fracasa esa estratagema, y el narrador se comporta con la duquesa como un acosador que se va escondiendo detrás de los árboles, literalmente. Cuando Saint-Loup vuelve a París, le presenta al narrador a una de sus amantes, la actriz Rachel, que resulta que el narrador la había conocido en una casa de putas, algo que Saint-Loup ignora y nadie se lo revela. En una escenita de celos y alcohol, Saint-Loup exhibe su fragilidad, y después también en el teatro, otra vez ciego y celoso. Luego tiene otra bronca con un tipo que le propone relaciones por la calle, mientras el narrador tira de él para que lo lleve al salón de Madame de Villeparisis, donde se reúnen celebridades literarias, relaciones imprescindibles, ay, para quien ha decidido ser escritor. Ese salón da lugar a un largo y por momentos mareante episodio, en el que lo más relevante que ocurre es que Bloch se va poniendo impertinente a propósito del caso Dreyfus (él es de familia judía) hasta que Mme. de Villeparisis termina poniéndolo de patitas en la calle. Luego aparece Odette, la gran protagonista de Por el camino de Swan, y eso hace que se largue del salón la duquesa de Guermantes. Mientras Saint-Loup sigue montando numeritos de niño malcriado, aparece el barón de Charlus, que invita al narrador a que lo visite, algo que, después de muchas idas y venidas, sucederá al final del volumen, en la violenta escena que comentaba. En medio, un tupido entramado de frases maliciosas y elegantes, sonrisas despectivas, cotilleos a lo Saint-Simon, a quien nombra para preguntarse si es posible retratar lo que sucedió. Hay un capítulo del Ulises, el del cementerio, mi favorito, que se plantea exactamente lo mismo, trasladar el momento a base de yuxtaponer estampas y detalles, si bien en el caso de Joyce el esfuerzo excluye los comentarios del narrador, que no pasa de describir. La sensación final, como en Proust, es la de haber estado allí metido, contemplando, y comprendiendo.

El caso es que esa es toda la larga primera parte, pero el lector tiene la sensación de que habría sido más honesto separar los diferentes pasajes porque siempre son cambios demasiado bruscos, finales unidos a principios sin solución de continuidad. La otra cuestión desconcertante es que Proust no da tanto valor a lo narrado como al espacio dedicado a la narración, y pasajes que podrían haberse recortado un poco (y que ahora serían poco menos que intolerables) se extienden, da la impresión, hasta que alcanzan la extensión, sea la que fuere, que conviene a la construcción general. Proust se ocupa mucho de la arquitectura (la muerte de la abuela, la reaparición de Albertine, la presentación de Charlus) pero no de que los cambios entre pasaje y pasaje no sean, en medio del dulce fluir de las aguas, un salto tan repentino. La apoteosis final, las ciento y pico páginas de la cena en la casa de los Guermantes, como si reuniera en ellas los elementos con que ha ido edificando su conquista del palacio, dan una sensación de unidad argumental, con el añadido de la visita al barón y de una cena en casa de la princesa de Guermantes, el no va más, antes de esa escena final de un cinismo sobrecogedor en la que madame de Guermantes prefiere irse de cena a acompañar a Swann, quien acaba de comunicarle que le quedan tres meses de vida, porque «sus propias obligaciones mundanas están por encima de la muerte de un amigo». Queda la sensación de que todo ha sido una cuidadosa construcción de partes más independientes de lo que sugiere su disposición en el texto, y que la extensión de cada una de ellas no se refiere a lo que tenía que contar sino al tiempo que había decidido emplear contándolo. Se nos ha narrado el asalto del protagonista al mundo idealizado de la aristocracia, se nos ha descrito el mundo ficticio en el que viven, sus lindezas y sus bajezas, en una composición sinfónica demasiado larga como para que el lector tenga en cada momento una visión de conjunto.  Pero sí al final. La importancia de Swann, el único hombre de veras elegante de toda la obra, es precisamente esa, la de subrayar la delirante banalidad de los Guermantes.


Marcel Proust, El mundo de Guermantes, trad. Pedro Salinas y Jose María Quiroga Pla, Alianza, 1985(9), 676 p.