1.2.22

Una fragancia espesa y revenida


El cuarto tomo de En busca del tiempo perdido, y el más largo de todos, viaja por las costas normandas de soirée en soirée, en un trenecito que ocupa la troupe de los Verdurin (y luego también de los Cambremer) y que avanza sobre dos raíles: las aventuras homosexuales del barón de Charlus y los celos y desconfianzas del narrador con respecto a Albertina. El elenco está saturado de indiviudos desagradables: el asqueroso Cottard, el pelma de Brichot, la fea  Sabaroff, por no hablar de los imbéciles Verdurin. Es como un coro de degenerados sociales, que viven a golpe de chisme y se hacen todo el daño que pueden, un fango humano en el que sobresale la figura de Charlus. 
    Así como a Charles Swann siempre me lo imagino en el cuerpo de Jeremy Irons (y a Odette de Crècy en el de Helena Bonham-Carter), al barón de Charlus solo puedo imaginármelo con la estampa de Maurice Bejart, con esa misma violencia engomada y mirada de halcón, pero con más barriga. Nada más iniciarse la novela, tras la célebre digresión sobre los homosexuales y las flores, hay una escena de folletín, nunca mejor dicho, que anuncia el tono: el narrador escucha a través de un tabique cómo el barón se beneficia a Jupien, un camarero, y escucha «unos gritos extraños». A partir de ahí el barón es un fantoche que reúne todos los rasgos tradicionalmente atribuidos al aristócrata bujarrón, amante de criados guapos, cruel y mentiroso por placer, y con especial predilección por los chulazos maleducados como el músico Morel. El catálogo de marqueses inverti es de cabaret grasiento: Châtellerault, Vaugoubert, luego el príncipe de Guermantes, que también contrata el cuerpo de Morel. De todos ellos se habla con un desprecio infinito. Charlus no tiene una sola virtud: todo en él es degeneración más o menos exquisita. Se rebaja a alternar con Mme. de Surgis solo para ver si puede tirarse a sus hijos adolescentes. Habla tanto de Balzac que monta un numerito de duelos al amanecer para que el chorbo no se le escape, y en este plan. 

Todo en él es degradante, y sorprende porque uno lo lee desde el conocimiento de que Proust también era homosexual, por más que no lo aceptara en público. Es como si se regodease humillando en la figura de Charlus todo lo que él desprecia de sí mismo, y que, en el fondo, tampoco puede ocultar. Porque la otra historia, que tendrá más larga trascendencia, la de Albertine, suena a más inventada que la de Charlus. Su actitud hacia ella es fría, ni transmite ni se preocupa por transmitir emoción verdadera, algo curioso en un especialista del mostrar más que del explicar, que nunca dice que Brichot fuera un erudito pedante pero lo muestra cargando varias páginas de etimologías más o menos verosímiles. En el caso de Albertina todo queda reducido a su enunciación, dice que la ama o que no la ama o que siente celos, pero solo lo dice. Para más inri (la parte de Gomorra), el narrador sospecha que Albertina es lesbiana, por un detalle de muy mal gusto que le hizo ver el desaprensivo Cottard. A partir de ahí, nada de lo que hace el narrador es creíble, sobre todo porque Albertina parece de una ingenuidad desesperante. Casi a cada página lo más natural habría sido mandar al cuerno al narrador, no hacer viajes a deshoras, cada vez que él la reclama, ni aceptar sus chanchullos amatorios ni sus humillaciones. El desconcierto nace de por qué Albertine traga de esa manera, y es fácil sospechar que lo único que quiere es una buena boda. Así se lo dice él a sí mismo, y la deja y la coge y la usa y la tira, pero remata consintiendo lo que su madre (que le recuerda a la abuela muerta en el tomo anterior) le aconseja, que se case con ella. 

Entre ellos no hay más amor que la palabra celos: por sus supuestos encuentros con Andrea, con la hermana de Bloch o incluso con Saint-Loup, el viva la virgen que no quiere más que dedicarse al estupro de criadas, y de quien el lector sospecha, ya desde el tomo anterior, que es el único del que de veras está enamorado el narrador. Pero tantas idas y venidas, tanto cortejo animal y tanto apareo discreto, envuelto en el inacabable chismorreo, son un exceso que provoca sensaciones parecidas a las que deben de tener los personajes que se lanzan a la perversión: hastío y ganas de que aquello se termine. Todo está engordado como una marquesa viciosa. Todo es tan cargante como sus desalmados personajes, marionetas de un mundo mohoso. Queda en la memoria la soberbia de la princesa de Guermantes cuando se niega a ser presentada a Swann, que está a punto de morir, no sea que tenga que dirigirles la palabra a la gran Odette y a su hija Gilberta. Un clasismo revenido, infantil y maloliente va perfumando la novela como una esencia corrompida. No hay un solo momento de condescendencia, más allá de las páginas que le dedica a Francisca y a algún que otro ascensorista, ni mucho menos de afecto, desde luego no hacia Albertina. Es curioso que el narrador sacrifique su simpatía de ese modo, porque él tampoco escapa a la indigencia moral, desde el momento en que su máxima pretensión sigue siendo que lo admitan aunque sea un esnob, y que tampoco se corta mucho cuando se trata de despreciar a los inferiores. La escena en la que Cottard exige que saquen a un granjero del compartimento donde viaja tan feliz el clan es uno de los pocos gestos de compasión que se permite Proust en un ambiente tan espeso, y al mismo tiempo tan vacío. Hay un suplemento de prolijidad que en otros tomos no resultaba cargante pero aquí tiene el sabor del regodeo. El narrador se vuelve a Paris con Albertina, dispuesto a casarse. Es de esperar que, además, sus sentimientos hacie ella empiecen a parecer más verosímiles.


Marcel Proust, Sodoma y Gomorra (En busca del tiempo perdido, IV), trad. Consuelo Berges, Alianza, 1981 (6), 600 p.

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