Si antes no ha ocurrido nada malo, llegar a los cincuenta años supone un primer contacto serio con la muerte. El tiempo acaba y las esperanzas menguan. Las generaciones anteriores, con suerte, se trasladan a sus últimos destinos, geriátricos buenos o malos donde aguardan en silencio que les llegue la hora. Pero queda un terreno de nadie donde ya no se puede ser el héroe y aún no se ha llegado a vieja gloria y van cayendo alrededor los amigos y las certezas. Como si nuestro reloj biológico siguiera funcionando igual que cuando la esperanza de vida era mínima, la muerte se vuelve verosímil, se acaban las contemplaciones y uno tiende a prescindir de cualquier carga innecesaria, pero se aferra a lo imprescindible. En el fondo, toda la filosofía contemplativa y demás reglas benedictinas consisten en tomarse la vida como si ya no hubiera tiempo que perder. Las modernas cooperativas residenciales son los monasterios de antes, un sitio adonde no puede acceder todo aquello que acelere la decrepitud. A los cincuenta el tema de la vejez, la enfermedad y la muerte formarán parte del menú cuando nos sentemos a charlar con los amigos. Al día siguiente intentaremos que nada nos afecte, viviremos sorteando los peligros de vivir. Si, además, esta retirada a los cuarteles de invierno viene acompañada de la enfermedad, lo único en lo que se puede confiar es en que la Parca no nos pille abandonados. Es normal que a partir de los cincuenta uno empiece a ver con descarnada sencillez lo absurdo que es este mundo. La formulación literal de la existencia no tiene mucho sentido por sí sola. Es la edad perfecta para Hoeullebecq, el tiempo del cinismo, pero también el tiempo de la piedad y la dignidad. Piedad para soportar con entereza el sufrimiento. Dignidad para no perder la compostura ni exhibir el dolor. En una época obscena en que la gente se hace famosa contando sus enfermedades o las enfermedades de sus hijos, resulta casi reconfortante que alguien lo trate con la verdad que solo nace de la ficción. La enfermedad es global, de todo, de todos. Hoeullebecq, muy en Balzac (a quien cita con frecuencia en la novela), representa los males en los personajes. Paul, el protagonista, es el cincuentón atribulado, pero los otros personajes de su generación nos hablan de la regresión moral e intelectual que supone creer en sectas disparatadas o en Marine LePen, o de lo sórdida que es la vejez aun para quien pensaba que no lo merecía, o de ese darwinismo de fondo que hace que haya espíritus que no valen para este mundo como el de Aurelien, el hermano pequeño, o ardillas avispadas que no pierden el tiempo en melindres como Ana-Lise. Está, a un lado, como haciendo coro, el ciudadano listo y ambicioso, Bruno, y un espíritu puro, Maryse, de Benin, además de una perfecta resentida (alpiste para quienes tachan de misógino a Hoeullebecq) o esa otra forma de encarar la vejez que es vivir flotando, como si nada grave sucediera. Los hombres de esta novela, los protagonistas, son pusilánimes por decantación, porque no creen que nada merezca la pena, pero las mujeres son fuertes, benditas o detestables, pero fuertes. El hombre, salvo en las altas esferas, es un objeto residual.
Y, también muy balzaquianamente, Hoeullebecq organiza las circunstancias con el mismo afán simbólico y decorativo, sobre todo a través de lo que la solapa llama un thriller político y dentro son unas pinceladas de la locura que se avecina: una sociedad en estado de ebullición, el equilibrio cínico y precario de la política de siempre, la incontenible fuerza de la necesidad. Pero también un mundo medicalizado, un geriátrico gigantesco en el que se va muriendo la vieja Europa, atendida por generaciones jóvenes venidas de lejos a las que se trata como inferiores, y que también tienen su corazoncito.
Algunos críticos han ensayado la mueca de desprecio de la ortodoxia. Dicen que Hoeullebecq se ha pasado de sentimental, que ya no es el mismo. Sorpende que no se hubieran dado cuenta de que siempre ha sido así: su distancia cínica es un modo de acercamiento a la realidad. Balzac visitaba a los médicos para informarse de los tratamientos y Hoeullebecq se documenta en internet, e incorpora al lenguaje literario esa jerga moderna de laboratorio con que nos designamos por afán eufónico y que nos define por su música delirante. Tira mucho de curiosa documentación, sí, en varias fases del libro es como la argamasa con la que el autor va tapando las junturas para que la superficie quede lo bastante compacta. Aunque el verdadero aglutinante es la extraordinaria intensidad de su prosa, da igual que sea en un diálogo inteligente (son abundantes) o en una reflexión moral, en una fría descripción o en una escena porno, descrita con una nitidez y precisión de efectos poéticos. A ese torrente avasallador, a ese oleaje permanente lo llaman estilo plano, cuando es la fibra que amalgama una disposición de la materia un tanto desarticulada: las últimas 120 páginas son por sí mismas una magnífica novela corta, la parte thriller no se resuelve con acción sino con reflexión, algunos elementos —Aurelién, la sobrina— parecen exabruptos; pero ese flujo permanente lo arrolla todo en una elocución cruda, a veces cómica, propia de quien todo lo encuentra absurdo porque a todo le da importancia, y sabe que la mejor manera de explicar el significado de algo es limitarse a describirlo. Al menos es el modo que tienen los poetas.
Lo que no es nuevo, pero sí más acusado, es el carácter conmovedor de Aniquilación. Nos conmueve porque nos interesa, igual que las cornadas interesan las arterias, y que nos cuenta algo que se suele pensar cuando se atraviesa el cabo de las tormentas. Entre las virtudes del autor está la valentía de enfrentarse a algo que se sale de lo que los críticos le tenían asignado. Pero sobre todo nos conmueve su crudeza, ni excesiva ni gratuita, fiel a la realidad como en el gran empeño de Balzac, deshojando las capas inútiles de nuestra época para llegar a lo único que merece la pena, al menos ahora que empieza el frío.
Michel Hoeullebecq, Aniquilación, Anagrama 2022, 605 p.