Carlos Longhurst Lizaur es uno de los pocos críticos barojianos que se ha sumergido a fondo en las Memorias de un hombre de acción. Su estudio Las novelas históricas de Pío Baroja, de 1974, es tan solo tres años posterior al imprescindible Pío Baroja y la historia, de Francisco J. Flores Arroyuelo, y juntos forman un excelente bagaje para explorar el mundo de Aviraneta. Pero la atención de Longhurst a Pío Baroja cedió a su interés por Miguel de Unamuno, sobre quien ha publicado un buen número de trabajos y ediciones. A Baroja le dedicó algunos estudios en los últimos años, sobre los que Longhurst ha vuelto para componer un estudio de conjunto sobre la psicología (más bien la psicopatología) en su obra literaria.
El libro reúne, pues, estudios sobre novelas concretas, sobre todo del Baroja anterior a la década de los 30, con excepciones como la de El cura de Monleón, que abre el libro, y menciones a El cabo de las tormentas o a El hotel del cisne. De las novelas de los años 20, al margen de La sensualidad pervertida, destaca el estudio de las novelas dedicadas al conde de España, Humano enigma y La senda dolorosa, dos magníficas piezas (en realidad una sola) que no han merecido la suficiente atención literaria, más allá de la comparación —que también hace Longhurst— con Tirano Banderas. Desde luego, el estudio sobre esas dos novelas, y, sobre todo, sus aportaciones a El árbol de la ciencia, me han resultado lo más interesante del libro, que en conjunto deja un regusto desabrido, como si en demasiadas ocasiones la crítica se centrara en lo menos favorecedor, algo irreprochable salvo que se sustente en juicios sesgados y prejuicios injustificados.
Así, en su estudio sobre El cura de Monleón solo parece preocuparle compararlo con San Manuel Bueno mártir y en denunciar el injerto de 60 páginas de ensayo que, ciertamente, se carga una buena novela, pero no indaga en el valor filosófico de los arquetipos, salvo, si acaso, el de la criada. En el dedicado a Shanti Andía, se centra en un discutible «complejo de Peter Pan» pero no en el desdoblamiento Andía /Aguirre, y aquello que parece decepcionar al crítico (que Shanti sea un cuentista) no hace sino darle más valor a la novela. En las páginas dedicadas a La casa de Aizgorri, sorprende que Longhurst no repare en la influencia de Ibsen ni en los balbuceos modernistas o la construcción de la novela (algo problemática si tratamos de explicar, por ejemplo, el episodio de la taberna), y en cambio se ocupa del psicologismo del alcohol y de una simbología trágica un poco forzada. Lo que en Camino de perfección Longhurst considera neurosis, se puede explicar perfectamente con el distanciamiento estético que fecundó buena parte del simbolismo modernista, y en vez de acordarse de Voltaire vuelve, cada vez con más insistencia, a Sigmund Freud. Si de La busca se trata, Longhurst obvia la estructura folletinesca y moralizante, y se ceba en las comparaciones con Misericordia, casi como si Baroja copiase a Galdós, pero no (no aquí, sí en otros lugares, y bastante superficialmente) se inspirara en Dostoyevski. Que Baroja mira a Galdós lo sabe cualquiera que los haya leído a los dos a fondo, pero también que sus ideas sobre la redención tienen poco que ver.
En general, ese afán escrutador deja fuera la sencillez de algunas propuestas de Baroja. El análisis, acaso demasiado unamuniano, de César Moncada en César o nada da demasiadas vueltas sobre un autobiografismo insostenible más allá de las ideas políticas (¡no iba a escribir con las que no tenía!), y no repara en que César es, simplemente, el retrato de un soñador impetuoso y a fin de cuentas conforme con lo poco que en realidad es, con lo incongruente de sus aspiraciones cuando por debajo late un agudo sentido crítico. Lo que le pasa, en fin, a todos los barojianos, sean personajes o no.
Mucho más interesante, decía, es el estudio sobre lo que Baroja pudo sacar de Kant y de Schopenhauer, o más bien a través de este último, a propósito de El árbol de la ciencia. Estamos hechos a citar al «fauno reumático que ha leído a Kant», pero no nos preocupamos en saber qué es lo que ha leído. El hecho de que las reducciones de categorías kantianas que llevó a cabo Schopenhauer sea lo que explique la agonía intelectual de Hurtado es una observación ciertamente útil, como muchas otras del libro, si no fuese porque, con creciente frecuencia, el autor encuentra en la neurosis demasiadas explicaciones. El hecho, por ejemplo, de que Sacha Savaroff, de El mundo es ansí, se refugie en su «simbolismo esteticista» es una cuestión más cultural que genética. La hiperestesia es, también, un mal estético, no solo en Sacha, también en Luis Murguía, a quien sin embargo le caen sambenitos («el miedo a ser dominado») que no explican su sensibilidad ni su independencia sino, ay, el que La sensualidad pervertida sea «la novela más freudiana de Pío Baroja».
Son muy interesantes sus estudios sobre la violencia colectiva en algunas novelas de la serie de Aviraneta, ese «mimentismo inconsciente» de las turbas, pero una y otra vez, quizá por necesidades de coherencia estructural, lo vincula con una idea psicopática del ser humano que en Baroja suele ser una actitud sencillamente antigregaria, bastante coherente con la discusión que ya entonces se tenía sobre las actitudes colectivas y que hoy podríamos seguir teniendo.
Si me muestro en esta reseña tan poco complaciente con un libro de incuestionable interés es por esa voluntad, yo creo que ya un poco pasada, de someterlo todo a criterios previos, que llega a su máxima expresión en un epílogo cuyas últimas páginas podría el autor haberse ahorrado. Uno se encuentra, a pocos metros de la orilla, con conclusiones como esta:
La psiconeurosis que afecta a numerosos personajes barojianos se revela en la conducta evasiva o antisocial, y también en el estado obsesivo-compulsivo o en el depresivo. El estado de neurosis obsesiva lo observamos, por ejemplo, en la obsesión de Fernando Ossorio de seguir a la mujer de luto o a la monja enclaustrada de Toledo, figuras femeninas vestidas de negro que sugieren la muerte simbólica de la madre. El estado depresivo afecta claramente a Luis Murguía e intermitentemente a Silvestre Paradox, mientras que el conde de España es un maníaco-depresivo. Todos estos y otros muchos casos denotan el interés de Baroja en estados mentales anormales.
Todo lo cual puede explicarse, con la misma profundidad, a la luz, a la clara luz de la estética y la política, no de la psiquiatría. Y no sería del todo discutible de no llegar, con argumentos harto débiles, a una delirante afirmación:
Es enteramente posible por lo tanto que el estridente rechazo de parte de Baroja del psicoanálisis freudiano tal vez ocultase una secreta frustración: la de haber intuido perfectamente el importante papel del inconsciente y de la represión sin haber sabido formular la teoría de sus efectos patológicos con la claridad y vigor del neurólogo austríaco.
Hay frases que arruinan un libro entero. Uno casi prefiere la versión mejor humorada de Juan Pedro Quiñonero, quien ya dedicó un libro al estudio de Baroja a la luz del psicoanálisis. Pero esto de Longhurst creo que es ir demasiado lejos.
Carlos Longhurst, Pío Baroja: el novelista psicólogo, Comares, 2022, 201 p.