22.10.22

Humor ajeno


Eso de que el humor no tiene fronteras, mejor lo dejamos estar. No me imagino a un judío neoyorquino partiéndose de risa con la transcripción de los monólogos de Gila o de Tip, no digamos de Chiquito, del mismo modo que a mí me cuesta un esfuerzo gratuito sonreír siquiera con los relatos de Gravedad cero. No sé la cultura judía (hay sesudos estudios al respecto) pero sí que, en general, los anglosajones se ríen con disparates fabulísticos, les gusta jugar con los apellidos y llenarlo todo de alusiones. Digo yo que los relatos breves que componen este libro (casi todos sobre tiburones financieros, productores sin escrúpulos, cineastas endiosados, actrices bobas, cuando no narrados por una vaca, una langosta o un coche viejo) funcionarían en un talk show de neoyorquinos cool, pero a un servidor no le hacen mucha gracia, ni siquiera yendo y viniendo al aparato de notas y al índice de alusiones. 

Pero es un problema mío. O quizá cultural. Está demostrado que la literatura española es refractaria a la fantasía y al humor. Ni siquiera los libros de risa escritos por españoles tienen más gracia que la que pueda sostener, y no mucho tiempo, una sonrisa floja. Con un libro nos reímos del golpe, de la humorada, de la situación, pero no de un alarde verbal, que sí puede hacernos gracia en vivo, sobre todo por el aparato audiovisual que lo acompaña, los falsetes y las caras feas. Para reírse a mandíbula batiente con un cuento, supongo que hay que aceptar el juego de la fantasía desmadrada, y ya decía Dámaso Alonso que lo nuestro es el realismo crudo, no el chiste fácil. Ni las comparaciones hiperbólicas ni las alusiones históricas (dicen que es muy típico del humor judío exorcizar la historia, por terrible que sea) hacen ninguna mella en nuestro escaso sentido del humor, que sin embargo sí las aceptaba, y de qué buena gana, en las antiguas historietas del TBO, pero aquellas eran menos sarcásticas que sádicas. El que hacía gracia no era el usurero sino el moroso, no el ricachón sino el mendigo. 

Sí es evidente que la táctica de Allen en estos relatos breves (tres cuartas partes del libro) es tomar una noticia extravagante y fabular con ella en los terrenos del delirio, o echar gotas de vitriolo precisamente en aquellos temas que han caído debajo del ala de la corrección política. Alguno de estos cuentos, por ejemplo el de la actriz decidida a no caer en las garras de su productor, Que el verdadero avatar se levante, por favor, deben ya de figurar en la lista de agravios intolerables que, sin la más mínima prueba, están amargando la existencia de Woody Allen en los últimos tiempos, y eso que en este caso se trata de un cuento publicado en The New Yorker en 1910, cuando aún no era pecado mortal atreverse a bromear con la de actrices de Hollywood que no hicieron ascos a la hora de conseguir un papel y los faunos que habitaban las productoras. 

En fin, no sé, seguro que hay alguien que comparte ese sentido del humor aunque no sea judío nacido en Brooklin. Pero he de decir que cuando, hace mil años, leí Sin plumas en aquella colección color gris brillante de Tusquets, me recuerdo haciendo esfuerzos para sonreír porque no acababa de cogerle el punto. Todo el placer que me producían sus películas no humorísticas, no esencialmente chistosas, me dejaba indiferente con esa verborrea de nombres graciosos y exageraciones inverosímiles. Imaginarse al propio Allen contando esas historias en un club ayuda bastante, pero leer es leer, oiga.

Otra cosa es la pieza que cierra el libro, una novela corta, de unas sesenta páginas, en un tono completamente distinto, más parecido a la deliciosa primera parte de sus memorias, y con un argumento en el que resulta difícil no imaginar a una Diane Keaton joven con sombrero de ala y corbatón. Pero esta novelita es una comedia romántica truncada, como un argumento que hubiese llegado a un punto más allá del cual al propio Allen le daba mal rollo seguir. Da la sensación de que Crecer en Manhattan es el primer capítulo de una novela, un estupendo principio, agradable de imaginar como una película suya, con un final que sorprende porque no es un final sino una prueba de modernidad amorosa que el protagonista ya no está dispuesto a pasar. 

Pero el hecho de que no la desarrolle no quiere decir que no esté terminada, sino algo quizá más preocupante, que ahí se acaba todo, en la imposibilidad de un romanticismo clásico, en que es el hombre el que prefiere quitarse de en medio antes de jugar a despojarse de cualquier mínimo sentido de la exclusividad, ni mucho menos de la posesión. Deja un regusto triste. Con la extrema facilidad de Allen para trenzar un argumento, rellenarlo y no aburrir, esta historia parece no haber querido ser resuelta, como si cualquier continuación estuviera ya manchada por la antipatía. 

El caso es que podría haber seguido y la habríamos leído con mucho más interés que la colección de chistes para iniciados que ocupa el resto del libro, y así da la sensación de que está un poco remetida, como si los cuentos fueran poco y hubiera que compensar con un buen relato, o como si el relato fuera un guion descartado que con unos cuantos chistes barrocos formaran una edición más compacta. O que ya sabía que no me harían gracia pero a estas alturas lo que no me divierte me conforta, como si leerlo significara ser solidario con un artista al que me resisto a no admirar.


Woody Allen, Gravedad cero, trad. Eduardo Hojman, Alianza, 2022, 248 p.

1 comentario:

  1. Anónimo1:38 p. m.

    Menos mal que hay críticos en el mundo, que escriben además de puta madre, y nos divierten y ahorran un tostón.

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