Jonathan Swift se deprimía porque, seis meses después de publicados sus Viajes de Gulliver, el mundo aún no había cambiado. No sé qué habría pensado si llega a enterarse de que su tremendo libro, lleno de sátiras crueles, se convirtió en un clásico de la literatura infantil. Algo así le ha ocurrido a Black beauty, escrito para despertar conciencias sobre el maltrato animal, que con el tiempo fue expurgado y sometido a cuantos arreglos de sastrería fuesen necesarios para que cupiera en el estante de los libros para niños, con tanta eficacia que los historiadores de la literatura victoriana ni siquiera la suelen tener en cuenta.
Aquella movilización de conciencia cívica también afectó a «los animales no humanos», algo sobre lo que ya se venía clamando sin efecto desde finales del XVIII, cuando hubo que aplicar a todo la razón. Pero a mediados del XIX una ingente cantidad de caballos malvivía por las calles del país, en una sociedad paralela en la que aristocráticos corceles tomaban el sol mientras una inmensa mayoría de caballos corrientes y molientes era exprimida sin piedad. El libro de Anna Sewell fue escrito para denunciar esa situación y convertirla en intolerable, en una cultura en la que este tipo de libros era aceptado sin prejuicios, podía convertirse en éxito popular e incluso cambiar puntos de vista. Lo de Swift era exagerado, no absurdo.
Anna Sewell se torció un tobillo a los catorce años y el resto de su vida, hasta los cincuenta y siete, padeció una discapacidad que con frecuencia la postraba, a pesar de lo que se afanó en el activismo cívico junto a su madre, Mary Sewell, otra de aquellas Nightingale. Durante siete años, los últimos de su vida, fue componiendo, en los ratos que la enfermedad lo permitía, su única novela, las memorias de un caballo que pasa por casi todos los amos posibles en la Inglaterra victoriana, desde los señores que lo maltratan de orgullo con el odioso engallador, una correa que les obligaba a caminar con la cabeza levantada, a los cocheros que los cosían a latigazos y arrieros que los sobrecargaban hasta que reventasen. Pero el azar y el mercado hacen que también vaya a parar al establo de un amo ejemplar, alguien que los cuide y no los lastime, que les dé bien de comer y no abuse de sus facultades, que les acaricie y les hable. Black Beauty conoció zahurdas miserables y hogares apacibles, y también compartió establo con víctimas de miserables.
Sin embargo, al margen de lo edificante que resulta el libro, en la tradición de Apuleyo (otra vez), es su extraordinaria calidad literaria la que lo mantiene en pie. El caballo narra sus experiencias, charla con otros caballos que le cuentan las suyas y escucha y transcribe lo que dicen los humanos cuando están cerca de él, tanto los piropos o los insultos que le dirigen los mozos de cuadra y los amos, como las arengas en defensa de la semana laboral de seis días y contra el vicio del alcohol, o las invectivas resentidas de quienes se niegan a mirar a los ojos a los animales. Y todo está escrito con la misma limpieza con que nos miran ellos. Sewell lo nombra todo sin incurrir jamás en excesos morbosos o melodramáticos (bueno, casi todo, aunque supongo que era mucho pedir que abordase también la vida sexual de los caballos…), con una sencillez elegante que es como un empeño religioso, no salir del tema humilde, ni del lenguaje claro; rehuir cualquier afectación como método para trasladar la pureza moral del narrador. Sewell emplea la delicadeza firme, la claridad pudorosa, no recatada, y algo que siempre me ha parecido lo más difícil en una novela: los personajes buenos. El retrato de la bondad, en este caso la del propio caballo y la del cochero Jerry y su familia (que sin embargo terminan abandonándolo por causa mayor), es un territorio peligroso que circula en los abismos de la cursilería, pero aquí nunca pierde pie. Aquí, sin renegar de la educada melodía de los párrafos, la bondad es tan natural como los pensamientos del caballo, algo que solo una depurada técnica narrativa es capaz de hacernos comprensible.
Corre el riesgo este libro de que lo llamen delicioso. Delicioso es aquello que nos divierte sin comprometernos, que admiramos sin dejar de tenerlo por una obra menor. Si así fuera no se habría convertido en un clásico, no solo de la literatura fabulística sino de hasta dónde se puede llevar la transparencia narrativa sin caer en la simplicidad. Sobre caballos he aprendido mucho por la novela y porque las notas al pie son arsenales de datos interesantes; sobre la Inglaterra victoriana, he ampliado lo que ya sabía, pero sobre el arte de narrar me reafirmo en la convicción de que las obras perduran gracias a esa transparencia, a esa honestidad ascética de eliminar lo innecesario para que aflore la verdadera magia de la historia.
Anna Sewell, Belleza Negra, edición de Carme Manuel, trad. de Consuelo Rubio Alcover, Cátedra, 2019, 421 p.
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