9.2.23

Los ingenuos


La parte más siniestra de una guerra es la matanza de civiles. Mientras los ejércitos combaten entre ellos hay un riesgo asumido, e incluso un cierto código de honor. Pero en los bombardeos y en las masacres indiscriminadas no hay normas, es la anulación de cualquier forma de humanidad. En nuestra Guerra Civil hubo una larga lista, monstruosidades que tendemos a ordenar según el número de víctimas, o según el bando que las perpetró. El bando sublevado dejó muescas como la Desbandá de Málaga o la masacre de Badajoz, y el otro, episodios como la matanza de Castellón o la de la Modelo en Madrid. En número, en volumen de monstruosidad en un único acontecimiento, la masacre de la carretera Málaga-Almería, de febrero del 1937, cobra tintes de genocidio. Aquella fue un bombardeo aéreo contra civiles desarmados, pero otras fueron la ejecución masiva, los fusilamientos instantáneos, los lugares cerrados, las cárceles, las cuevas. Se podrían ordenar incluso según el grado de ensañamiento, aunque lo más normal es que se las utilice, tantos años después, como arma arrojadiza.  
   No es el caso de Álvaro Pombo, que ha escogido para su nueva novela una de estas matanzas, la del buque Alfonso Pérez en la bahía de Santander, 150 civiles ejecutados en las bodegas con fusiles y bombas de mano por el ejército republicano, poco después de que el ejército nacional bombardeara la ciudad y dejara su propio reguero de muertos. Lo escoge porque forma parte histórica de su familia: un tío suyo, homónimo del autor, murió en ese barco, un chico bien (diecinueve añicos) que se había alfiliado a Falange. Pombo nos cuenta la vida de ese chico y su triste final. Es la novela de Alvarín, no el relato de la masacre, pero la matanza conocida impone un destino trágico al protagonista, somos testigos de su ceguera, de su ingenuidad, de su soberbia, de cómo las fragilidades propias del carácter de un joven trazan el camino de su destrucción. Lo importante, pues, no es el desenlace trágico del buque sino la tragedia entera. Pombo no afina la trompa bélica sino la intimidad del oboe, deja el hecho en lo que estrictamente fue. Lo importante es lo que había alrededor. 

Pombo no ha escrito una novela de recuerdos sino que ha traducido los recuerdos, o las averiguaciones familiares, al lenguaje pombiano. Late en este libro el ambiente de Donde las mujeres, la alta burguesía santanderina, sus luces tenues, sus mares brillantes, pero también el de El cielo raso, con aquel Esteban que se buscaba a sí mismo en dialéctica con su señor padre. Pero aquí este dramatis personae pombiano es lo que históricamente significa cada cual. El padre del protagonista es el burgués acomodado, víctima de su propio acomodo, azañista convencido, como si la República pudiera ser un mundo tan amable como hasta entonces pero sin injusticias de bulto. Al padre se le van los tiempos de las manos igual que a Azaña se le fue de las manos el país. Pero insiste en ser comprensivo con el otro, cómodamente comprensivo, incluso con un hijo ingenuo en exceso que se ha metido a Falange. Ninguno de los dos sabe hasta qué punto se han equivocado.

La madre, en cambio, es la frescura pombiana de las damas modernas que se instalan en París, una luminosa ligereza que deja en sombra los conflictos familiares, los dos pobres adanes que ha dejado en Santander. Este asomarse de Virginia (la amiga errática y tremenda de María en El metro de platino iridiado) a las novelas de Pombo es siempre un interludio divertido, un parar la trama nubosa para salir al sol de la frivolidad irreprochable. Cuántas veces le dice a su hijo Alvarín que se vaya a vivir con ella. Pero esta mujer es libre y no se deja arrastrar por moralinas piadosas o restrictivas. Y además, a pesar de sus aires divinos, es la única que hace lo que cualquiera que se lo pudiera permitir debiera haber hecho, largarse. Ana se va de la provincia voluntariamente pero también, involuntariamente, de la guerra, acaso porque la provincia era el aire viciado que acabó por estallar.

Ese triángulo familiar, aparte del bon vivant del tío Gabriel o de Elena, la sirvienta cabal y enamorada, lo complementan figurantes más o menos tiesos en su papel histórico como el Tote, el amigo de la infancia que ha caído del otro bando, o Rafa Mazarrasa, el genuino falangista salvaje y garciaserrano, o Wences, el valioso maestro que paga, sobre todo, su carácter ilustrado, su conciencia intelectual.

Y en el centro está Álvaro, Alvarín, el joven falangista. Hay dos aspectos de esta novela que me han incomodado levemente la lectura, muy levemente. Uno es el uso de la documentación histórica, que por lo que respecta a José Antonio Primo de Rivera y a Manuel Azaña es una serie de citas demasiado largas, en las cercanías del copy and paste. Y el otro es la voz de Alvarín, a mi modo de ver un poco demasiado ingenua, niñoide incluso, bobalicona. No sé si el personaje que recrea tuvo esa «integridad infantil» (p. 285), pero a mí me recordaba al narrador de Aparición del eterno femenino, que tiene unos cuantos años menos y es una de las grandes creaciones verbales de Pombo. Aquí parece que no se entera, que le falta un hervor. Aunque quizá fue eso lo que empujó a tantos jóvenes al hoyo, que no se enteraban, que estaban tiernos, que se creían las consignas porque eso les hacía miembros de pleno derecho de un mundo más intenso y divertido, o que seguían la lógica de su clase, de lo que estaban acostumbrados a ser, de «lo que se esperaba de ellos», como ha puntualizado Pombo en alguna entrevista estos días. La clase era el destino, según aclara oportuno el tío Gabriel. Wences, el amigo culto de Alvarín, le explica esa ingenuidad (p. 266):


Supongo que llamo ingenuos a los que se aferran a una seguridad o a una convicción propia que creen infinitamente estable y que les hace sentirse, ingenuamente, seguros de sí mismos, seguros de que tienen toda la razón. Son malvados ingenuos, yo digo, porque no ven más allá de sus narices. Si vieran más allá de sus narices verían lo crueles que están siendo. O, quizá lo crueles que estamos siendo los unos con los otros estos años.


Fue la ingenuidad desesperada de los unos y la ingenuidad ilusoria o prepotente de los otros, y entre las dos ingenuidades mortíferas había poco espacio para el entendimiento. El propio Wences, también preso, como Alvarín, en el Alfonso Pérez, representa esa imposible tercera vía: él mismo ha sido seminarista y se duele del asesinato de Lorca, y aún cree uno de los bulos más tristes que corrieron por aquel país en llamas, que Federico García Lorca y José Antonio Primo de Rivera coincidieron en un restaurante, y que el falangista le pasó una nota al poeta, como animándolo a unir sus monos azules de La Barraca con las camisas azules de Falange…

Ese Wences, esa tercera vía, fue imposible. Que se lo pregunten si no a Chaves Nogales. Wences queda como testigo de una idea, como trasunto del autor. Eran ricos contra pobres, dependientes contra clientes, como el comisario Neila, las decenas de muertos que causó en Santander la Legión Cóndor contra las decenas de muertos que quedaron en la cubierta del Alfonso Pérez, «todos perdedores de algo», como dice la hermosa dedicatoria de San Camilo 1936.

Pombo no ha renunciado a su portentoso dominio del registro, a esa oralidad sinuosa que igual alterna con el grave filósofo que con el humilde charlatán o con el poeta reverberante, pero esta vez, por mor del tema y de la historicidad del asunto, está más contenida, incluso en el título, como si Pombo se hubiera comprometido a no desparramar su fascinante prosa, a escribir con el esmero de quien trata un asunto delicado, por ser el muerto alguien real, y familiar suyo, pero también por ser tantos y tan ingenuos los muertos de uno y otro bando, que quizá merezcan, como aquí hace Pombo, el gran Pombo, algo menos de reduccionismo y algo más de comprensión.


Álvaro Pombo, Santander, 1936, Anagrama, 2023, 329 p.

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