16.7.23

Contarlo todo


Hacia el final de la novela (p. 597), Karl Ove Knausgård (es decir, el personaje que interpreta, el escritor que escribe) escribe una de las varias poéticas que decoran el libro, en este caso contra la pura invención:


Vivir con eso, con la certeza de que igualmente todo podría haber sido distinto, era deseperante. Yo era incapaz de escribir así, no funcionaba, cada frase era respondida con la idea: esto es simplemente algo que acabas de inventar. No tiene ningún valor. Lo inventado no tiene ningún valor, lo documentado no tiene ningún valor. Lo único que para mí seguía teniendo valor y todavía tenía sentido eran los diarios y los ensayos, la parte de la literatura que no es narración, que no trata de nada, sino que solo consta de una voz, la voz de la propia personalidad, una vida, un rostro, una mirada con la que uno podría encontrarse. ¿Qué es una obra de arte sino la mirada de otro ser humano?


Valdría, supongo, como manifiesto de las toneladas de autobiografismo y pseudoautoficción que han invadido las librerías en las últimas décadas, algunas, como esta, en seis volúmenes de unas 700 páginas cada uno, de los que yo he leído el segundo, Un hombre enamorado, y por el momento ya tengo bastante. Yo lo llamaría el complejo de Funes, la obsesión por abarcarlo todo, recordarlo todo, dar todos los detalles de cómo el personaje mete en una bolsa de plástico lo que acaba de comprar en el supermercado, de cómo son las discusiones de pareja cuando la pareja se lleva mal, de cómo huelen los pañales de los niños y de qué color es el asfalto de una calle. Esta obsesión por la totalidad real es imposible, claro (y, de ser factible, como le sucedió a Funes, resultaría petrificadora). Hay que elegir los momentos estelares de la realidad, por así decirlo, pero hay que elegirlos bien, porque si solo escoges lo excepcional de la realidad, no estás haciendo realismo, y si renuncias a cualquier excepcionalidad simbólica o significativa, no estás haciendo nada, que es lo que le ocurre a Knausgård en más de la mitad de las páginas (730) que ocupa este volumen. Se nota mucho que el escritor que escribe se sienta cada mañana y cuando abre el ordenador tiene dos ingredientes: lo que acaba de hacer y el ajuste de cuentas con su propia memoria, es decir, el diario de un hombre corriente (tan corriente que a los 30 años ya vive en un piso que le cede la editorial que ya publica sus novelas) y el doloroso camino que le llevó hasta allí. La parte del diario está llena de calles, metros, parques, cigarrillos y bolsas de plástico llenas de objetos, además de algunos extensos fragmentos de filosofía pajarera que, como decía Juan Ramón a propósito de La lámpara maravillosa, tiene más humo que luz. La parte memorial se centra en sus propios errores, sobre todo el de haberse casado con quien no debía, una mujer neurótica, abrasiva e insegura, con pulsiones violentas y haraganas, y, por encima de todo, sueca, que es el gran tema de este libro, y por cierto el más divertido.

Porque si hay algo que merece la pena en Knausgård es asistir al lamento deslenguado de un noruego contra quienes por tradición lo han despreciado, esos suecos arrogantes, hipócritas e infantiloides que miran por encima del hombro al noruego brutote, y que no desprecian a Hamsun por sus temas sórdidos sino por puro clasismo. El personaje/autor se marcha a vivir a Estocolmo y allí, aparte de ser seducido por una mujer del todo inconveniente, lidia con ese primer mundo de traumas en voz baja que a alguien tan culturalmente rudo como él lo saca de sus casillas. Prohibido decir las cosas claras, prohibido tomarse la vida con naturalidad, prohibido poner límites traumatizantes, prohibido hablar más de la cuenta… No sé cómo son los suecos, solo estuve allí una vez, pero tampoco hace falta esforzarse mucho para entender a Knausgård, sobre todo porque lo mejor del libro, su técnica de la indignatio, va casi siempre referido a un mundo que no entiende pero del que no quiere salir porque le va muy bien en él. Todo lo malo es culpa suya, sobre todo el tópico sociológico de intentar que refloten las parejas mal avenidas a base de tener un hijo tras otro, o el de que hay más alcohol del que parece tras tanta sonrisita escandinava. De hecho, el libro se publicó hace catorce años pero no creo que hoy hubiera pasado el fielato woke. Un libro que habla mal de los suecos como nación y pone a caldo a una mujer… O quizá sí, quizá sea precisamente la desvergüenza misógina la que lo ha hecho tan atractivo, no solo con la inestable y desesperante Linda, su mujer, sino con la vecina delirante (¡y encima rusa!) o la suegra bondadosa y borrachina. 

Pero este drama de no poder escribir porque hay que cambiar pañales o ir a la compra o soportar a la parienta enloquecida huele demasiado a treintañerismo umbilical, algo de lo que este libro es, sí, un magnífico ejemplo, el de querer vivirlo todo al mismo tiempo y no estar contento con nada, con una mala leche que es la que sostiene el libro y hace que su lectura sea ciertamente llevadera, a pesar de lo cual uno no acaba convencido cuando lo termina, porque una novela se rige por los mismos cauces que la arboricultura: hay que plantar lo que aún no existe, regarlo adecuadamente y, sobre todo, podarlo. ¿Qué habría sido de esta novela si solo hubiera tenido 300 páginas, que es lo que, en ausencia de tópicos y repeticiones, merece la pena leer? ¿Es solo el volumen, el peso lo que hace de ella un dazzling achievement, como se anunció por toda Europa? Ya sabemos que cualquier vida puede componer un buen libro, pero una novela es otra cosa, y precisamente eso que le horroriza a Knausgård, inventárselo todo, es lo único difícil, lo único que diferencia al artista del redactor. Con someterse a la disciplina de escribir cinco páginas diarias no basta. Una novela no es todo lo que se te ocurra, por bien que lo sepas expresar.


Karl Ove Knausgård, Un hombre enamorado (Mi lucha, II), trad. Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo, Anagrama, 2016 (=2014), 629 p.

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