3.7.23

Beber o no beber


«Ojalá que esta poesía, de apariencia seca y dura pero de emocionante y sofrenada ternura, pueda servir como modesto testimonio de nuestra amistad (…)».


Esta es la dedicatoria que el 8 de marzo de 1999 escribió mi amigo el poeta Luis Alfonso Díez al frente de Mujeres y días, de Gabriel Ferrater, en edición bilingüe del año 79, idéntica a la que preparó el autor el año 68 para Seix Barral. Lleva un prólogo de Arthur Terry y las versiones en castellano son de Pere Gimferrer, José Agustín Goytisolo y José María Valverde. Ahora que cualquier cosa que permanezca en la memoria un par de años ya se considera mítica, no sé qué calificativo se merece esta edición, un regalo que sigo conservando, Luis, como oro en paño, en la misma vitrina en la que guardo nuestra amistad.

Ahora he leído Vencer el miedo, la excelente biografía de Ferrater que Jordi Amat publicó el año pasado. Aparte de profusamente documentada, y dejando de lado que al principio, hasta que se hace transparente, la prosa abusa un poco de la yuxtaposición de frases sin verbo —rasgo tan frecuente que ya casi es convención—, el libro prende por lo que tiene de tragedia. Ferrater es un personaje trágico, shakespeariano, un Enrique III que se deja caer a un abismo en el que su portentosa inteligencia no es agarradero suficiente, que vive lo más florido de la cultura catalana de los años 60, es amigo de los más influyentes editores y conspicuos profesores, a todos los cuales deslumbra con su perspicacia crítica y su sabiduría literaria, vive historias de amor con mujeres jóvenes y cultas, se recorre Europa como lector de editoriales prestigiosas, traduce libros fascinantes y estudia como nadie la tradición poética catalana; pero que deja casi todo a medio empezar, no aprovecha las puertas enormes que se le abren cada día, la generosidad de quienes le ofrecían convertirse en un señorón de las letras catalanas, ni consigue mantener idilios casi fantásticos ni llevarse bien con una familia culta y atenta, que no publica un solo verso hasta los 38 años pero todo el mundo lo admira como gran poeta sin obra. Lo tiene todo, absolutamente todo, y sin embargo naufraga en un océano de alcohol, y lo que alguna vez quizá fuera una boutade típica de aquella gauche divine, la intención de quitarse la vida cuando cumpliera cincuenta años, «para no oler a viejo», acaba convirtiéndose casi en una necesidad cuando el hígado dice basta y él es una lumbrera que no se tiene en pie. Qué bien va cargando las tintas Amat en este viaje de aniquilación, hasta el extremo insoportable de quien se puede quedar tirado en un portal después de haber ofrecido una memorable lección de lingüística o de literatura, o perder a una mujer que no puede quedarse con el sabio y prescindir del borracho. Su destino es patético en el sentido de que duele por incomprensible, quizá por necesario, del mismo modo que lo fuera el de mitos como Poe o Lowry, condenados a morir a manos de lo mismo que hacía soportable su genialidad.

Aquellos poemas no me resultaron secos ni duros, y ahora, veintitantos años después, todavía menos. Ya entonces me gustaba esa renuncia a la musiquilla, a las metáforas aleatorias y toda esa ferralla que se ha hecho pasar por poesía. Ferrater no me caía simpático por su condición maldita sino porque, dentro de lo poco que le atraía la literatura española, admiraba a Antonio Machado y a Baroja, y creía que el 27 estaba sobrevaloradísimo, y en general todos aquellos grupos de amiguetes que algún listo convertía en generaciones para incluir bufones mediocres y excluir genios intrusos. Me quedo con las ganas, por cierto, de saber qué opinaba del infumable Alberti, aunque me lo imagino porque Ferrater detestaba las ideologías como fundamento estético (o de cualquier otra cosa), y porque despreciaba esos juegos malabares autocomplacientes de casi toda la poesía contemporánea. Lo duro y lo seco era eso, el saber que una metáfora no es nada si no forma parte de una imagen, y que la precisión y la claridad son más difíciles, más profundas y exigentes que los floreos y las ocurrencias.

Ferrater se rodeó de aquella pandilla que estaba más pendiente de los saraos literarios que de sentarse a leer. Se burlaba de Castellet, pájaro piparro con dientes de caballo, siempre sonriente con esa sonrisa mitad desprecio a quien le entrevistaba, mitad recuerdo de un placer inalcanzable para quien le oía, por culpa de quien muchos profesores hemos tenido que recordar a los alumnos, para no perjudicarlos en sus exámenes de selectividad, idioteces como que Molina Foix es un poeta… Igual que hay corredores de bolsa, hay corredores de literatura, y Castellet, Barral y demás figurones del editorialismo postinero soportaban a Ferrater simplemente porque era muy bueno, quizá, nos dice Amat, el poeta en catalán más importante de la segunda mitad del siglo XX. De Ferrater nos gusta que admirase a Josep Pla, a Mercé Rodoreda o a Caterina Albert, más allá de cualquier pamplina de culturalismo nacionalista, tan solo por la calidad de lo que hacían. Nos gusta que se mofase de aquellos vividores de la cultura (de quienes, en cierto modo, tenía que malvivir), y que cargara con su cruz con tanta dignidad como sentido de lo inevitable: encargos fallidos, libros abortados, traducciones abandonadas, amores perdidos. La raíz del mito es esa, y su excelente poesía no es el néctar que destila una vida tormentosa sino la justificación que la convierte en mito. Jordi Amat ha encontrado al solitario, al herido, y él lo achaca a un miedo que lo acompañó como el amigo machadiano, miedo a su propia inteligencia, a su propia verdad o a su propio fin. 

Cuando Luis Díez me regaló su obra poética (a fin de cuentas Ferrater es escritor de un solo libro) no solo terminó de quitarme las telarañas estéticas de cierta musicalidad convencional, sino que me propuso algo así como el colmo de los órdagos, hasta dónde se puede llegar si uno es, no fiel, pero sí coherente con su propia idea de la existencia. Claro que Luis vive con el salvoconducto de la ironía, sigue escribiendo estupendamente y no comete el error de convertirse en un personaje trágico, y del mito solo gasta su lado más divertido. Brindo por él.


Jordi Amat, Vencer el miedo, Tusquets, 2022, 346 p.

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