23.9.23

Con Machado en Soria


No hace mucho visité Soria por primera vez. Ya sé que suena raro: ser devoto lector de Machado, haber viajado por todo el país y no haber visto Soria. Son extrañas casualidades, sobre todo cuando uno llega a una ciudad abierta al río, de extensas alamedas, edificios antiguos, plazas arboladas, calles amplias, con un aire castellano salmantino, más que la granítica Ávila. Y los mismos habitantes que Teruel…
   Paseé, claro, entre los «álamos del camino en la ribera / del Duero, entre San Polo y San Saturio…», y entramos en la iglesia de San Juan de Duero, sus arcos enlazados, y dentro, en el silencio pétreo, me recogí unos momentos de absoluta plenitud, más profunda que después, en San Saturio, hasta donde ascendimos lentamente y me senté en el banco de la muy barroca capilla y en el sobrio cuarto del santero, con el moñaco sentado en su escritorio, junto al fuego, absorto en las Sagradas Escrituras. No fue tan impresionante como en San Juan. Hay lugares bien cuidados y conservados a los que sin embargo les ha desaparecido el espíritu. En San Juan sí estaba. El mío. 

De modo que a la vuelta, por la calle Collado, que parece ser la arteria comercial de la ciudad levítica, entré en la librería Las Heras y me paseé por la sección de temas locales, y allí estaba este libro, Antonio Machado y Soria, una reedición de 2007 del ciclo de conferencias que dieron en 1976 unos cuantos ilustres de los de entonces, a propósito del centenario de su nacimiento. Y como por estas fechas suelo (solía) hablar en clase de don Antonio, lo he leído con una mezcla de nostalgias, la permanente de leer al gran poeta y la eventual de volver a ciertos maestros de los estudios literarios. Y también un poco, cómo no, la de dar clase…

Por las veces que le dan las gracias, el libro fue un empeño de Julián Marías, que ha quedado un poco emparedado entre su maestro don José y su hijo Javier, pero que en alguna época hemos leído (recuerdo el último librillo suyo que leí, Breve tratado de la ilusión) y que veneraba a Machado sin considerarlo filósofo, ni siquiera trasnochado. Aquí, aparte de reunir a varios de los conferenciantes, reflexiona brevemente sobre «la experiencia de la vida» en Machado, que es, dice, «un saber superior, el que ha permitido al hombre, durante siglos o milenios, ‘saber a qué atenerse’». Y aporta algunas claves que tampoco eran entonces mucha novedad, por ejemplo cuando cita su propio estudio de 1949, ‘Antonio Machado y su interpretación poética de las cosas’, donde reparaba en ese «apunte levísimo, una situación o escenario en que se han de vivificar todas las alusiones, que prepara ya el sentido y el tono del poema, y da así el punto de vista desde el cual ha de ser vivido». O sea, Verlaine, el poema de la situación corriente que asciende, por la vía de la contemplación, hasta la más alta poesía.

Pero, salvo sus alusiones al «presente como pasado», el artículo de Marías no aporta demasiado. Suele suceder en estas piezas colectivas que los más ilustres no son los que añaden más sabrosas novedades. El caso extremo, aquí, es el de Lafuente Ferrari, por aquel entonces ya casi octogenario, que dicta una larga, prolija, pomposa y antipática conferencia sobre el «mundo visual» de Antonio Machado en el que, aparte de contar una porción de anécdotas personales que no vienen al caso, y de negar con aire adusto y reaccionario la politización de Machado, quedan sus comparaciones con la «visión grandiosa y desolada» de Zuloaga o, esa sí, con Ricardo Baroja, un hilo del que se podría haber tirado para escribir un buen artículo y no un cajón de sastre.

Tampoco resulta (casi medio siglo después) demasiado novedosa la aportación de Rafael Lapesa, esta sí ordenada y rigurosa, sobre algunos símbolos, más allá de los habituales, en la poesía de Machado, el mar, el sueño, la sombra, las galerías, las colmenas…, símbolos, sobre todo, del primer Machado, lo bastante ambiguos como para que le sirvieran como a Góngora las plumas o el cristal luciente, de leit-motiv, entonces tan frecuentes, de redefiniciones léxicas con valor de comodín poético, de las que pronto don Antonio se apartaría. 

Mucho más interesantes, y útiles para quien ahora quisiera estudiar a Machado, son los artículos de Heliodoro Carpintero, que sitúa y contextualiza perfectamente los cinco años sorianos de Machado, tan definitivos para su poesía, incomparablemente más que los doce que pasó en Segovia, por ejemplo, de la que, por lo que a la poesía se refiere, prácticamente no absorbió nada, ni parece que le interesó gran cosa más allá de sus viajes a Guadarrama, que ya venían de lejos; o bien el de José Antonio Pérez Rioja sobre esta influencia de Soria en la poesía de Machado y su sentido de «lo esencial castellano» y de la «poesía visual» que, a fin de cuentas, nace de las descripciones virgilianas, tan 98, las que llenan el alma como con un soplo de aire puro que a su vez vuelve a exhalarse en apóstrofes emocionados.

Pero lo mejor viene al final, en un artículo de Manuel Terán sobre los años mozos de Machado que nos aporta dos datos muy importantes que no son fáciles de encontrar. Primero, que la Institución Libre de Enseñanza hizo tanto bien al individuo como mal al estudiante, por su orientación al autodidactismo y porque el cerril sistema educativo de entonces hacía pasar por el aro a estudiantes que no habían perdido el tiempo memorizando las lecciones canónicas, de modo que Machado tuvo que cursar un bachillerato para adultos y hacerse profesor sin título universitario, en una de esas asignaturas «de relleno» y en uno de esos institutos de provincias que desprecia Lafuente Ferrari en su tostón de artículo. La I.L.E. pasó de ser un proyecto universitario a quedarse en una iniciativa de escuela primaria que, por cierto, está más vigente que nunca.

Pero lo más novedoso, al menos para mí, que aporta Terán es algo que tiene que ver con la estilística machadiana. La época en la que más he leído a Machado fue mientras estaba traduciendo las Geórgicas de Virgilio. Me fijaba en su maestría para el heptasílabo (el hemistiquio alejandrino), en cómo daba esa sensación emocionante de nombrar y al mismo tiempo ensalzar, sin salirse de la más exacta precisión y sin abandonar una de las normas principales de la rítmica clásica: separar lo más posible los acentos de dos palabras juntas. Machado habla de «colinas plateadas», pero no de plateadas colinas; «grises alcores», pero no alcores grises; «cárdenas roquedas», pero no roquedas cárdenas, y no solo por evitar una esdrújula a final de verso, sino por conseguir ese efecto empático y emocionante que yo buscaba en la traducción de Virgilio, porque en latín también lo tiene. 

El caso es que, para conseguirlo, Machado, como todos los de su generación, acudió a las palabras hasta entonces menos tópicamente poéticas, a los nombres de las cosas, a la poética de la exactitud, de la precisión y la naturalidad. Y da Manuel Terán un dato que me ha hecho sonreír de gozo. Muchos de esos dobletes que nos asombran en Campos de Castilla por su expresividad y su tersura podemos encontrarlos nada menos que en los textos sobre geología de Lucas Mallada, el de Los males de la patria, lo que vendría a unir estética e ideología en eso que llamamos El 98. No sé si Baroja o Unamuno leyeron también a Mallada, pero la técnica de juntar nombres y adjetivos en descripciones de la naturaleza es bien parecida, claro que no tan depurada como en Machado. 

Leo ahora algunos versos de Virgilio de los que traduje entonces. Con que conservaran algo de ese aire emocionado, de ese nombrar la tierra seca y las yerbas pardas con la misma intensidad y el mismo afecto, ya me daría por satisfecho.


Carpintero, H., Lafuente Ferrari, E., Lapesa, R., Marías, J., Pérez-Rioja, J. A., De Terán, M., Antonio Machado y Soria. Homenaje en el primer centenario de su nacimiento, Centro de Estudios Sorianos, C.S.I.C., 2007 (=1976), 147 p.

19.9.23

Deudas de triunfador


No sé qué crítico de pago ha dicho estos días que, después de las últimas novelas breves de McEwan, ya era hora de que nos regalase a sus lectores una novela de las buenas. Hay críticos que miden las novelas al peso, como los embutidos, porque en esta última serie, desde Solar, hay piezas de alta gama como La ley del menor, Cáscara de nuez o Máquinas como yo, y hasta cierto punto se puede considerar que Lecciones parte de al menos dos historias que podrían haber tenido un desarrollo similiar: la del adolescente seducido por una mujer mayor, algo que ya tocó con exquisita delicadeza en La ley del menor, o la de la mujer que abandona a su marido nada más tener un hijo, tema que, con hijo o sin hijo, ha abordado desde la perspectiva del marido en la misma Solar. Uno incluso está por pensar que con ambas historias, encarnadas en la vida de Roland Baines, McEwan ha querido darle la vuelta, como suele, a un conflicto contemporáneo, en este caso el de las relaciones sexuales con menores de edad y el del artista que abandona a su familia para labrarse una carrera, y se ha planteado qué ocurre cuando el menor es un chico de catorce años y la amante una mujer de veinticinco, o si el artista no es el hombre que huye de los pañales sino una mujer que no quiere repetir las insatisfacciones de su madre. Todo ello, sazonado con abundante material histórico (desde finales de los 60 hasta la caída del muro), forma una primera mitad que deja algunas dudas, por ejemplo la cautela con que aborda ambas historias para no pillarse los dedos con ellas o una casi abrumadora recreación de los momentos estelares, sobre todo la caída de la URSS, narrada con la veloz yuxtaposición de fogonazos que son como esos montajes vertiginosos que hacen avanzar la trama en las películas históricas, al tiempo que les sirven de ambientación. A McEwan le basta un hecho narrativo, el ser abandonado el protagonista por su esposa alemana, para tirar adelante y atrás, sacar hilos de su vida y de las de los demás e ir amasando una historia sólida que, tratándose de quien se trata, podría sonar a patch-work de otras historias que podrían haber funcionado de forma autónoma y sin tal cantidad de argamasa. 
Pero la segunda mitad del libro, impresionantemente buena, lo reconfigura todo en lo que verdaderamente es, la historia de un buen hombre, Roland Baines, que quiso ser poeta y se quedó en redactor de tarjetas postales, que soñó con ganar Wimbledon y no pasó de dar clases a vejetes hiperactivos, que pudo ser un gran concertista de piano y ya septuagenario aún tiene que seguir amenizando a los turistas de un salón de té. McEwan centra el foco en la dignidad del hombre sin más atributos que sus ideas limpias y sus buenos sentimientos, y de paso traza el perfil de un tipo de ciudadano muy común en su propia generación: el que exprimió la juventud como un limón, el que procede de familias a las que desestructuró la guerra, y que en cualquier caso vivieron una existencia dramática o interesante o ambas cosas; el que tuvo que elegir entre el presente y el futuro y eligió vivir, con resultados desiguales, y por encima de todo el que no culpa a los demás de sus propios errores. Muy hacia el final, Roland, como Robinson, compara lo bueno y lo malo de la isla a la que ha llegado, y tampoco tiene por qué lamentarse: ha vivido, no todo ha salido bien, pero lo que ha quedado merece la pena. Ya viviste lo tuyo, se titula la autobiografía de Anthony Burgess, y debería ser el título de las memorias de cualquier hombre común. Baines, de hecho, lleva un diario durante treinta años para dar sentido a su vida y dotarla de cierta consistencia, pero descubre que lo importante lo lleva dentro, en la gente que ha querido y por la que es querido. Su hijo Lawrence y, sobre todo, su dulce Daphne son seres más luminosos y necesarios que la neurótica profesora de piano que quiso esclavizarlo sexualmente o, sobre todo, la tronada escritora alemana que casi gana el Nobel pero deja un rastro de miseria y soledad. Cuando Daphne enferma, uno siente verdadera compasión, auténtica empatía; cuando le toca a la otra, casi queda la impresión de que es lo menos que le podía pasar. Pero Baines comprende a las dos, igual que, desde fuera, podemos comprender a quienes venden su alma al diablo (y sus pulmones) en aras de un empeño elevado, quienes quieren superar sus amargos destinos heredados para dar lo mejor de sí mismos. Todos pagamos un precio, incluso ángeles como Daphne, ella sí mujer maltratada pero redimida en su bondad, o Alissa, cuya soberbia se la va comiendo, literalmente, o Miriam, la profesora de piano que rumia su locura en un mundo que ya no la consiente, y depende hasta el final de la bondad del pobre Baines.

La novela crece en intensidad y en emoción hasta un final en el que, salvo, quizá, episodios chuscos como el de la pelea por tirar al río unas cenizas (tan propio de McEwan, por otra parte) y algunos reencuentros algo forzados, todo nos reconcilia con lo que realmente somos, con esa obligación que los grandes autores tienen contraída con el mundo en el que viven: ya no se trata de que nos cuenten grandes aventuras ni tampoco historias admirables de triunfo y superación, sino de que cuenten lo que la mayoría hemos vivido, lo que cualquier anciano de su edad que pasea por una acera de Londres ha podido vivir tratando de sacar lo mejor de una existencia que no siempre le ha sonreído. Al final es bueno congraciarse con uno mismo, haya pasado lo que haya pasado, y eso McEwan lo sabe aun en su fastuosa mansión en la que colecciona premios y rosales trepadores. Lo sabe porque sabe cuál es su obligación como gran escritor, y aquí estamos nosotros para agradecérselo.


Ian McEwan, Lecciones, trad. Eduardo Iriarte, Anagrama, 2023, 579 p.

5.9.23

Palabras mayores


Uno va buscando libros que quedaban por leer, autores que llevaban tiempo esperando su turno, y resulta difícil explicar cómo ha leído con gusto y provecho el ensayo Aspectos sobre la novela, de E. M. Forster, pero había dejado intactas sus novelas, quizá —seguramente— por ese efecto sutil y pernicioso que hacen algunas buenas películas sobre las novelas en las que están basadas. Tanto las de James Ivory como la de David Lean parecieron en su tiempo suficientes, como para no acudir a la fuente escrita, y por otra parte la modernidad ha canonizado a los artistas de la palabra pero también ha desdeñado a los grandes novelistas. 
   Acabo de leer Howards End. En nuestra lengua circula la traducción de un joven Eduardo Mendoza con el título de La mansión, que se ha reeditado alguna vez pero cuya extraordinaria calidad no he visto subrayar. Si ya de por sí la novela es muy buena, el castellano de Mendoza da tanto gusto como dio a muchos lectores, en ese mismo año de 1975, leer su primera e influyente obra. Y quedan marcas bien reconocibles: el estupendo manejo de la fraseología, la afición a los adjetivos ‘práctico’ o ‘lóbrego’, y un sentido del idioma que en los últimos cincuenta, salvo por lo que a él atañe, no ha hecho sino evaporarse. Creo que ahora circula por ahí una nueva reedición con los dos títulos, el que le puso Mendoza y el original (que es el que popularizó la película de Ivory), pero yo guardaba una copia de Planeta del año 77, con las páginas ya ocres y acartonadas, con la que he pasado unos días la mar de agradables.

Porque Forster, que es un gran escritor, quizá no haya llevado el lenguaje y sus dimensiones a los extremos de Joyce o Proust, pero hace algo que distingue a la modernidad inglesa de la continental: no renuncia a la novela clásica, no sube al desván a los antepasados. En él no hay ruptura desde Austen o Gaskell o Elliot. Una novela sigue siendo una novela: una sólida estructura dramática, personajes bien perfilados a los que las circunstancias de la narración van modelando, interesantes diálogos, hermosas descripciones y, cuando toca, un emocionante remanso lírico; es decir, la novela como reunión de los tres grandes géneros, el narrativo, el teatral y el poético, que es, ni más ni menos, lo que Cervantes puso en marcha. De las novelas de sus contemporáneos siempre podremos alabar las profundas reflexiones, los hallazgos lingüísticos, la tersa poesía, etc., etc. Salvo que sean ingleses (porque entonces también alabaremos su sentido de la narración), elogiaremos uno de los tres aspectos, pero no los tres a la vez, que es en lo que consiste una buena novela. La distancia entre Austen y Forster o entre Forster y McEwan es tan solo la del tiempo, no la de otra forma de ver la novela, que, además de literatura, sigue, tiene que seguir siendo una novela. Escribir sin tópicos y hacer un relato atractivo y sugerente no implica ser pesado. Leer a Proust o a Joyce o a buena parte de Faulkner lo consideramos una labor intelectual, un esfuerzo para iniciados, no un prodesse ac delectare, no un provechoso entretenimiento para todos como lo es Cervantes, quien por algo tuvo más éxito e influencia en Inglaterra que en el resto de Europa. 

Así que La mansión lo tiene todo. Es una historia construida como un drama eduardiano en la que caben las tres clases sociales: los ricos por su casa (los hermanos Schlegel, sobre todo las dos hermanas), los adinerados por obra y gracia del liberalismo económico (la familia Wilcox) y la clase baja, no solo los muertos de hambre (los Bast) sino los humildes labradores, pero no el mundo de los criados, que aquí (fue escrita en 1910, al morir el rey de la vida alegre) no son más que figurantes que se ocupan del atrezzo. No se trata de reproducir aquí el argumento sino de subrayar lo bien hilado que está, su sentido teatral, en el que los giros son auténticas sorpresas y los conflictos son auténticos follones, pero que no funciona más que como medio de ir creando grandes personajes. Y todos tienen algo interesante. Ruth Wilcox es un canto a la autenticidad y al apego por lo vivido, aparte de sentido de la, digamos, sororidad que transmite a las otras mujeres de esta historia, sobre todo a Margaret Schlegel, descendiente de las Emmas y Elizabeths de Jane Austen, mujer firme y decidida, pero también frágil e insegura, una mezcla que no es tan contradictoria como enriquecedora. Está la temeraria Helen, que defiende a los pobres como solo los muy ricos pueden hacerlo, porque los otros, los hombres Wilcox, creen a pies juntillas que debe haber ricos y pobres, que las cosas están bien como están y lo demás es sentimentalismo barato. Y está el pobre letraherido que acaba, en una escena que me impresionó, muerto de un ataque al corazón cuando la clase superior lo amenaza y todos los libros se le caen encima. Pero hay más: el hijo egoísta, la dama medio bruja, la chica tonta que pone el toque de comedia boba… No hay un solo personaje que no comparta su función narrativa con una autonomía tan gratificante como verosímil: no hay tipos planos ni consabidos tópicos, no hay abuso de la acción ni de la reflexión, todo está entrelazado y bien medido, y la prosa, exquisita, no empaña el cristal con el que se ven los acontecimientos.

Forster quizá fuera el menos moderno de los Bloomsbury, pero sin duda su mejor novelista. Para leerlos a los otros, a no ser que les tengamos mucha afición (como yo a Lytton Strachey, por ejemplo), hay que clavar los codos en la mesa. Con Forster tan solo hay que dejarse llevar y tener claro que las magníficas películas que surgieron de sus libros, con ser tan buenas, no son más que un aperitivo de las grandes novelas en las que se inspiraron.


E. M. Forster, La mansión, trad. Eduardo Mendoza, Planeta, 1977 (=1975), 373 p.