2.12.23

Ese tipo de cosas


Hacía veintiocho años que este libro esperaba en la estantería del modernism anglosajón su turno de lectura, y la culpa de que haya tardado tanto en leerlo es del propio autor. Ahora me entero, en la dedicatoria a Stella Ford de 1927, que el título surgió por azar, por el mero hecho de que cuando le pidieron cambiarlo (iba a ser La historia más triste, pero acababa de estallar la Primera Guerra Mundial), Ford estaba militarizado y no se le ocurrió nada más irónico que titularla El buen soldado, un título con el que la novela tiene, ciertamente, bastante poco que ver. En todo caso a mí me sonaba entonces (en 1995, cuando apareció la versión en español) como un libro de guerra, y aunque después he leído unos cuantos y me han gustado mucho, entonces quedó en espera de mejores momentos. Sí recuerdo que la compré en la librería Antonio Machado, de la calle Fernando VI de Madrid, y también que me habló muy bien de ella un hombre que formaba parte de la plantilla de la librería y se dedicaba únicamente a ir de aquí para allá comentando, sin importunar jamás, los libros que los clientes tenían en la mano, un individuo amarrado siempre a un pitillo, delgado, con gafas de pasta y aspecto de haberse leído la librería entera.
     Pues bien, el turno le ha llegado ahora, cuando viajo por mi biblioteca rellenando huecos de lectura que a duras penas pueden satisfacer las irrelevantes novedades que encuentro en la librería. Y resulta que El buen soldado no va de guerra sino de literatura, más concretamente de cómo contar una historia. Su argumento, si es que se puede hablar de eso, viene a ser el siguiente: un americano, Dowell, cuenta el desgraciado final al que fueron acercándose unos cuantos personajes de su entorno de gente bien: el generoso (y manirroto) Edward Ashburnham, soldado atento con sus conmilitones, propietario dadivoso con sus colonos y amante fogoso y variado, el tipo de aristócrata eduardiano tan fiel al estricto régimen de clases como entregado al bienestar de sus conciudadanos. Este Edward, de contradictoria moral protestante, está casado con Leonora, católica irlandesa, con todos los rigores igualmente contradictorios de los católicos, pero con distintas prioridades. Para ella es más importante que su marido no dilapide su fortuna que el que compongan un matrimonio normal, si es que podemos llamar normal al hecho de que dos personas se tengan afecto y se acompañen y se comuniquen. Esta Leonora entra en ese tipo de paradojas postrománticas (algo de eso hay en la única novela de Baudelaire, La Fanfarlo) por las que una mujer le busca una amante a su marido para asegurarse de que no se termina de despeñar en un marasmo de tristeza y alcohol, pero que, por otro lado, no ceja en hacerle la vida imposible. Y luego están las otras amantes de Edward, empezando por Nancy, la hija de los amigos, la casi sobrina, que es la que Leonora le mete a su marido por los ojos y que acaba volviéndose loca de remate, o la bailarina española que en París sablea sin piedad a Edward, o Maisi Maiden, o la señora Basil, cuyo marido acepta los cuernos a cambio de una generosa compensación económica, o, en fin, Florence, la esposa del narrador de la novela, esposo despechado pero no por eso, al menos aparentemente, vengativo ni resentido. 

Salvo Leonora, la única mujer fuerte y en sus cabales de cuantas aparecen por la historia, y el propio narrador, todos acaban mal, o locos o muertos, unos por suicidio y otros por un fallo del corazón. Porque en ese mundo de gente bien todos tienen de cristal (de cristal muy frágil y muy caro) no solo el corazón sino también el cerebro. Sus respectivas religiones se lo han ido deformando desde los internados infantiles, pasando por una juventud donde el cinismo es una forma de urbanidad y sobre todo en una vida adulta llena de insatisfacciones, de fingimientos y de poca sustancia; una superficialidad que, curiosamente, presiona sus conciencias hasta hacerlas estallar. Quizá sea el tema del decline and fall, tan inglés, o un retrato de cómo la moral eduardiana se iba desecando en su propios placeres  autocontemplativos. Muy inglés y muy francés, desde luego, porque esa distancia cínica, esa puntillosidad desapasionada, esa fría delectación lleva su marca de origen, y no en vano el propio Ford señalaba a Flaubert, con toda la razón del mundo, como el padre de la modernidad en materia novelesca.

Porque todo lo anterior está contado de un modo que los editores insisten en llamar vanguardista (lo propio de quien alterna con Conrad, con Pound o con Joyce y se declara ferviente admirador de Henry James) y que a mí, como siempre ocurre con las mejores producciones de vanguardia, me parece de lo más realista. El narrador, en un excurso a mi modo de ver innecesario, lo explica en la página 255: 


Soy consciente de haber contado esta historia con muy poco orden, de manera que tal vez resulte difícil encontar el camino, por lo que quizá no sea más que una especie de laberinto. No está en mi mano evitarlo. Me he atenido a la idea de que me encuentro en una casa de campo co un silencioso oyente que, entre las ráfagas de viento y los ruidos del lejano mar, va escuchando la historia a medida que brota de mis labios. Y cuando se analizan unas relaciones amorosas —unas largas y tristes relaciones amorosas—, tan pronto se retrocede como se va hacia adelante. Al recordar de repente aspectos olvidados, se tiende a explicarlos con mayor minuciosidad porque se es consciente de que no se los mencionó en el sitio adecuado y de que, al omitirlos, quizá se haya dado una impresión falsa. Me consuelo pensando en que se trata de una historia verdadera y en que, espués de todo, la mejor manera de contar una historia verdadera es hacerlo como quien se limita a contar una historia. Será entonces cuando parezca más auténtica.


Así es. Se trata, en primer lugar, de una historia oral, es decir contada como se cuentan las cosas cuando no hay posibilidad de volver atrás para empezar de nuevo. A no ser que nos la sepamos de memoria, nuestra manera de narrar es más espiral que lineal: vamos y venimos, llegamos a un punto del que nos hemos olvidado una parte importante, insistimos en un episodio en el que quizá no hicimos todo el hincapié que requería, tratamos de imaginar cómo vieron lo mismo que nosotros quienes también lo presenciaron, o lo sufrieron, y que tenían una distinta relación con sus protagonistas, y por lo tanto una distinta percepción. A eso me refiero cuando hablo del realismo vanguardista. Cuando me decidí a leer de cabo a rabo el Ulises, no me encontré con una obra inextricable sino con un catálogo de realismo: no había leído hasta entonces nada tan realista como el episodio del cementerio (que me sigue pareciendo insuperable) o el mismo monólogo de Molly Bloom. Quiero decir que la ruptura de las convenciones decimonónicas no era un salto a lo extravagante, a las nuevas formas de expresión, sino una indagación en cómo contar lo que a diario nos contamos a nosotros mismos. 

Y con El buen soldado he tenido una impresión parecida. Dowell es ese americano (muy, muy inglés, por otra parte) que habla con tanto atildamiento como desgana, que maneja muy bien la lengua y no se enmaraña en frases largas, pero sí cuida la expresión precisa, decora el discurso con fraseología conversacional («Ese tipo de cosas», repite varias veces, como si no le apeteciera cansarse en repujar una escena o matizar un comentario) y, sobre todo, convierte su discurso en una actitud, la de quien trata de ver la historia desde lejos pero no acaba de convencer al lector de que no haya detrás más dolor del que parece. En el fondo el tema es ese: tratamos las desgracias como cuadros preciosistas, prerrafaelitas, con la debida distancia y todo el refinamiento de nuestra amplia cultura, como si no nos afectasen demasiado, pero también con un leve rictus de amargura reprimida, como si formara parte de esa misma exquisita educación no dejarnos arrastrar por las emociones. Los críticos hablan de impresionismo, una fórmula demasiado vaga para reunir esa mezcla perfecta de estética distante y realismo casi naturalista, de conductas ajenas a la realidad y formas de verlas tan pegadas a ella. Ese contraste, el del melodrama de gente bien y el de la manera culta y desapasionada de contarlo, es el que hace de El buen soldado un modelo vigente sobre cómo narrar una historia, incluso ahora, más de cien años después de publicada y casi treinta desde que tuve que haberla leído por primera vez. Nunca es tarde… 


Ford Madox Ford, El buen soldado, ed. de Luisa Antón-Pacheco, trad. de José Luis López Muñoz, Cátedra, 1995, 321 p.

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