Mientras suena en la radio la primera pieza de Sicut luna perfecta, el programa de canto gregoriano que escucho los sábados a primera hora de la mañana, me abrigo bien y salgo a saludar a los mastines y a ver cómo empieza a fundirse la escarcha con los primeros rayos de sol. Me asomo al ribazo que ayer quemó el vecino, hielo encima de ceniza, dos formas opuestas de blanco y negro, el blanco estrellado de la rosada y el negro de las briznas que el fuego dejó vivas pero se han helado, y el blanco de la ceniza polvorienta sobre el negro de los rastrojos que no se terminaron de quemar. No estuve ayer mientras ardían, esa inquietud que nos ahorramos, pero la paloma que ha caído seguro que termina de enfriar cualquier rescoldo que quedara oculto entre los yerbajos.
Pero nada más salir el sol me acerco hasta un rosal de los de antes, esos que dan rosas prietas perfumadas, rosas de pueblo que cada año replantamos con esquejes nuevos. La escarcha se ha posado también sobre las hojas y parte de ellas, a veces una mitad más expuesta a la umbría, a veces los bordes dentados, se han teñido de un morado brillante, como sangre medio seca, y las surcan delicados nervios amarillos como líneas de caligrafía oriental. Pronto el sol derrite las estrellas diminutas y resplandece un verde intenso que no se perderá en lo que queda de invierno, hasta que empiecen a darnos las primeras flores de un rosa fuerte, fucsia casi. El hielo derretido, agua transparente, da más lustre a las láminas entre los nervios, como si les lavasen la cara y las dejasen listas para pasar el día.
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